Los pantalones de un tullido
LA CUARTA ·
Por mucho que nos empeñemos en crear relatos heroicos en los que el bien triunfa sobre el mal, la historia nos demuestra que la mezquindad gana por goleada en cuanto tiene oportunidadSecciones
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LA CUARTA ·
Por mucho que nos empeñemos en crear relatos heroicos en los que el bien triunfa sobre el mal, la historia nos demuestra que la mezquindad gana por goleada en cuanto tiene oportunidadLa película 'El vendedor de tabaco' (Nikolaus Leytner, 2018) cuenta la historia de Franz, un joven de diecisiete años que se muda a Viena para trabajar en un estanco. El estanquero, Otto, que perdió una pierna en las trincheras de la primera guerra mundial, ejerce ... de mentor y lo trata con cariño y respeto. Por esa Viena de 1938 pulula Sigmund Freud, a quien Franz regala puros y pide consejos amorosos, pero también los nacionalsocialistas que reciben con los brazos abiertos la anexión al Tercer Reich. Entre estos nazis hay vecinos de Otto, como el carnicero, que ya le han señalado por vender tabaco a judíos y comunistas. Uno de estos comunistas cuelga una pancarta en el tejado de un edificio pidiendo la libertad de Austria. Se sienta junto a la pancarta y espera a los matones nazis, que suben con sus cuchillos y garrotes. Franz está al pie de calle, junto a otros vecinos, viendo cómo se le aproximan, paralizado por el terror. El comunista se deja caer del tejado y Franz, de forma inverosímil, lo coge en sus brazos y lo salva. Pero no. Es solo una fantasía que ocurre en la imaginación del chico. En realidad, ve cómo el comunista cae y se abre la cabeza contra el suelo. Franz siempre ha deseado ser valiente, sueña despierto con alternativas heroicas –salvar al comunista, enfrentarse a un tipo con navaja para recuperar a la mujer que ama– pero de noche tiene pesadillas violentas. Poco después del suicidio del comunista, la Gestapo se lleva a Otto. Franz sabe que lo ha denunciado el carnicero, por lo que lo confronta y, de nuevo, fantasea: introduce la mano acusadora del carnicero en la picadora de carne. No lo hace, pero sí le da una bofetada a la que, junto a la acusación de delator y asesino, el carnicero no responde. Esa noche Franz coge los pantalones desiguales de Otto, con una pernera cosida para su pierna amputada, se dirige al cuartel de la Gestapo y sustituye la bandera nazi por los pantalones, que ondearán acusadores a la mañana siguiente. El joven Franz pasa de soñar despierto con ser héroe a realizar, en la esfera de lo real y lo posible, dos actos de resistencia y de dignidad: una bofetada a quien se cree omnipotente, una denuncia pública de un crimen.
Las peripecias que se narran en 'El vendedor de tabaco' son ficción, pero no así su sustrato histórico: la persecución, la delación, las torturas, la deportación y la muerte de quienes ayudaron a judíos es un hecho constatado y fue posible gracias a personajes como ese carnicero delator. Causa desasosiego pensar cómo una sociedad permite y potencia una violencia brutal contra los que, por una serie de consensos perversos, son señalados como disidentes, chivos expiatorios o, llegando a las últimas consecuencias, exterminables. Y cómo son tan pocos quienes, en esas circunstancias, eligen el camino de la resistencia frente al terror y de la solidaridad con los vulnerables, aunque sea a través de pequeños gestos. La editorial Galaxia Gutenberg ha editado una selección de los diarios de Victor Klemperer (Quiero dar testimonio hasta el final. Diarios 1933-1945; traducción de Carmen Gauger). En este testimonio de Klemperer, que en 1935 fue expulsado de su cátedra de la Universidad de Dresde por judío, se refleja cómo la sociedad alemana acepta las sucesivas disposiciones cuyo último fin es arianizar su territorio, borrando toda huella de la presencia judía. Klemperer deja constancia, siguiendo lo que él considera un imperativo moral, de esas disposiciones, de cómo afectan su vida y la de su mujer, la pianista Eva Schlemmer quien, por ser aria y no divorciarse de su marido, se verá abocada a la desposesión de bienes y derechos. En su entrada de la Nochevieja de 1942, Klemperer enumera las treinta y un normas antijudías que más le han afectado desde 1933 y que hasta ese momento ha recogido según se han implementado. Resumo aquí algunas: prohibiciones de ir al cine, teatro, o conciertos, viajar en vehículo propio, comprar tabaco o bienes que sean escasos para la población aria, comprar flores; prohibición de usar bibliotecas públicas o circulantes, de ir a la peluquería, de abandonar Dresde, de tener animales domésticos; sin cartilla para leche ni para productos extraordinarios como chocolate o fruta, ni para ropa; obligación de entregar máquinas de escribir, mantas de lana, tijeras y peines en buen estado; pago de impuestos extraordinarios; pérdida de casa en propiedad y obligación de vivir en una 'Judenhaus' (casa de judíos); obligación de llevar cosida la estrella de David. Todas estas disposiciones, y otras que aquí no recojo, se publicaban en bandos y periódicos, por lo que eran conocidas por la sociedad alemana. La valoración de Klemperer de esa sociedad es desoladora, su desesperación ante ella, patente. En enero de 1937 así lo manifiesta: «El pueblo alemán tiene tal letargo encima, tanta inmoralidad y sobre todo tanta estupidez».
En 1940 los Klemperer son expulsados de su casa. Como Eva es aria, al principio les permiten alquilarla por un precio ridículo a un vecino, que traslada ahí su tienda. Klemperer escribe sobre él: «Una persona bondadosa, es completamente antihitleriano, pero claro, está encantado de hacer un cambio tan estupendo». Plantea así cómo la perversión moral del nazismo permea los comportamientos más íntimos. Y ya en 1942 vemos la verdadera dimensión de esa perversidad: «Berger, que era tan cordial y tan antinazi, me ha engañado... ha desenterrado un párrafo según el cual se puede expropiar la casa a un judío, si 'se utiliza con fines comerciales'». Sin embargo, a veces aparece una pequeña luz entre tanta mezquindad. También en 1942, cuando Klemperer ya lleva cosida la estrella judía cuenta que en el mercado se le acerca una señora mayor: «Pero no la conozco, y ella tampoco se presenta. Solo me da la mano sonriendo, dice: 'Ya sabe usted por qué' y se marcha antes de que yo pueda reaccionar y decir nada. Tales demostraciones (...) parece que ocurren con relativa frecuencia». Es tal el desamparo de Klemperer ante sus conciudadanos alemanes que registra emocionado estos gestos que, aunque pequeños, son excepcionales.
Por mucho que nos empeñemos en crear relatos heroicos sobre el pasado en los que el bien triunfa sobre el mal, la historia nos demuestra que la mezquindad, la falta de solidaridad y el abuso ganan por goleada en cuanto tienen oportunidad. Y que, por desgracia, la mayoría de nosotros seríamos incapaces de sustituir una esvástica por los pantalones de un tullido.
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