En mi infancia, en cualquier callejón había seis o siete niños correteando y mirando el mundo de los adultos con curiosidad. Pero nunca preguntábamos nada, nos convertíamos en estatuas de sal, especialmente si los mayores mencionaban temas tabúes como los embarazos, los partos o la ... muerte. Pero para mí lo más fascinante de estas conversaciones era la guerra. Se trataba de la Guerra Civil pero mis abuelos decían «la guerra», a secas. No hacía mucho tiempo que había terminado dicha contienda y era frecuente que ellos rememoraran episodios domésticos, sin contexto histórico ni político. Por mi parte, era incapaz de imaginar, por ejemplo, que en la misma habitación en la que desayunábamos hubiera dormido una familia de refugiados en un colchón en el suelo o que mi madre, nacida en 1938, hubiera viajado en tren a Puertollano para que mi abuelo la conociera, por si acaso lo mataban en el frente. Yo escuchaba esas palabras; guerra, frente, fusilamiento, refugiados, maquis... y guardaba silencio para que los mayores no advirtieran mi presencia y cambiarán de tema. Muchas veces mi madre o mi abuela se percataban de que estaba pegando la oreja y me daban un manotazo para que me fuera a jugar a la calle.

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Los tiempos han cambiado tanto que ahora un niño chico es una rareza en una familia. Sin ir más lejos, mi nieto de tres años es el protagonista absoluto de mi casa, en su presencia sólo se comentan sus asuntos: el cole, las clases de natación o sus dibujos animados preferidos. Y, por supuesto, evitamos los temas que no son apropiados para un niño, pero él no se corta en preguntar, como hacía yo, porque comprueba que todos los adultos que le rodeamos estamos dispuestos a darle todo tipo de explicaciones para que vaya comprendiendo el mundo.

Y les cuento todo esto porque hace unos días, el pequeño y yo visitamos la exposición de fotografías antiguas que actualmente está instalada en la sala del Ayuntamiento. Y al ver una imagen con un tanque en una calle de Logroño quiso saber qué era ese coche tan raro. Yo iba a aclarárselo, pero la palabra guerra se detuvo en mis labios antes de ser pronunciada. Pensé que tendría que acompañarla de otros vocablos que no eran fáciles de comprender para su edad: matar, morir, pelear, bombas...

Entonces caí en la cuenta de algo terrible. Pensé que no demasiado lejos de nuestra apacible ciudad, niños y niñas, a diario, ven tanques y oyen bombardeos. Ignoro lo que los abuelos ucranianos responderán a sus nietos cuando pregunten, pero no me gustaría estar en su lugar. Yo no sabría qué decirle al mío ante algo tan duro, aunque lo primero que se me ocurre es que la culpa es de un hombre malvado y sin escrúpulos.

Sin embargo, quizá para un tierno infante pueda valer una versión corta de buenos y malos. Pero a mí me parece insuficiente este único punto de vista. Así que echo en falta, por parte de periodistas e informadores, un análisis objetivo y neutral de las causas y consecuencias de esta lamentable guerra. Para mi gusto hay demasiadas palabras que apenas se mencionan como intereses económicos, negocio de venta de armas o la crisis de la energía.

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Así que yo, como mi nieto, me hago bastantes preguntas, pero, dicho sea de paso, soy mayorcita para que me respondan como si fuera una niña.

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