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No hay día que no me llame el yayo Tasio por teléfono para preguntar cómo estamos. Antes de que pasara todo lo que estamos pasando, nos comunicábamos de ciento en viento. Las conversaciones eran deslavazadas, a veces infectadas de desgana y siempre intrascendentes. Aquella rutina ... convalidaba las semanas que no me llegaba a su casa a verle en persona. Las charlas ahora están cargadas de vida aunque tampoco hablamos de otra cosa distinta a la que habla todo el mundo. O precisamente por eso. En cuanto escuchamos el uno la voz del otro respiramos con alivio. Al sonar el móvil y ver en la pantalla su nombre me relajo. En esas letras que se iluminan sobre el cristal anticipo que está bien, que continúa indemne. Y así hasta el siguiente día. Lo que me conmueve es que sea él quien siempre nos llame a nosotros. No se lo decimos, pero nos preocupa mucho. Está solo en su minúscula casa sin balcón, aunque mantiene el brío los años no perdonan y a falta de redes sociales pasa las horas leyendo en el periódico cómo caen muchos de su generación. Al abuelo, sin embargo, lo que le desasosiega somos los demás. Si no tenemos síntomas, si nos puede el aislamiento. Tendría que ser yo quien me anticipara y es él quien primero piensa en mí. Estiro las palabras para que se sienta acompañado desde la distancia un poco más. Al colgar me acuerdo de esa enfermera que cada día, por cansada que esté, sale a las ocho a la puerta de su centro de salud. No lo hace para recibir el aplauso de sus pacientes, sino para que los pacientes le vean que sigue ahí, segura, firme para ellos.
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