Verano del 2020. Aprovechando una de las primeras ventanas abiertas luego de la fase más estricta de confinamiento, aguarda Arnedo con su jubilosa escena de bares para el aperitivo del fin de semana. En la Puerta Munillo, en unas mesitas a la puerta de un ... bar sin nombre (su dueño no considera necesario participar de esa información a la clientela), fluye de nuevo la vida, más o menos como la conocíamos antes del virus. Espera también el Sopitas: almuerzo con todas las garantías en una de sus cuevas patrimonio de la riojanidad, esmerado servicio, suculentas viandas, estupendo vino… Éramos felices y no lo sabíamos.
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Imposible no derramar una lágrima imaginaria por aquellos días que tardarán un mes en regresar. Igual de imposible resulta atinar con la índole exacta que justifique las medidas que entran hoy en vigor y decretan la suspensión de ese hermoso país que forma en España la constelación de sus bares, tabernas y tascas consagradas al ocio hostelero, un pacífico y festivo modo de estar en el mundo que nos distingue. El ministro Garzón clamaba hace nada contra esta idea tan extendida de España como un territorio cuya musculatura no debería estar tan sometida a la industria del entretenimiento más mundano. Como si pasear por nuestros bares favoritos o viajar por sus confines impidiera disfrutar de sus librerías o bibliotecas. Como si fueran placeres incompatibles con presumir de un país hermanado con la investigación y demás saberes científicos.
Este país de los bares asiste hoy con una estupefacción compartida al cierre de sus actividades, que medio agonizaban días atrás. Vivían con la respiración asistida, pero vivían. Otros negocios donde se arracima la ciudadanía, actividades donde sí está permitida la concurrencia del vecindario, bien que con limitaciones, se han librado misteriosamente de este paseo hacia el cadalso que sufren nuestros bares, víctimas de una legislación confusa, que muta cada día y hace imposible mañana lo que sí toleraba ayer.
Para quien firma los decretos del BOR, puede que esta pérdida pasajera carezca de importancia. Pero la tiene. Los bares son negocios, por supuesto, y se exponen a las contingencias propias del pulso económico. Habrá por nuestras barras de confianza quienes hayan observado de modo mejorable las normas de higiene sanitaria, pero hasta donde alcanzan nuestros ojos se concluye lo contrario. Que se trata de una práctica organizada con acusado sentido cívico, pero que tiene que cesar porque parece (siempre lo parece: vivimos en el mundo de las apariencias, nunca en el universo de las certezas) que ayudan a propagar el virus entre su clientela, renuente a adoptar las normas de seguridad que exigen nuestras autoridades. Pero ninguna de ellas detalla luego dónde y cuándo ocurren esas anomalías que expliquen un cierre tan absoluto. Quiénes se portan mal y por qué no se aplica cirugía menor sólo en esos casos, en vez de liquidar el negocio de unas cuantas familias y el pasatiempo de muchas más: esos paisanos de La Rioja interior que se quedan sin su entretenimiento predilecto. Aunque tienen una curiosa alternativa: apuntarse al gimnasio. Sudar sin mascarilla al lado del vecino sí está permitido.
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