Tras el asalto a su espacio aéreo, el 11 de septiembre de 2001, con resultado de cráter en el corazón de Nueva York, el asalto a su espacio político de este 6 de enero de 2021, consumado con la profanación de sus máximas estancias legislativas – ... en ambos casos, un asalto al espacio simbólico–, se ha vuelto a manifestar la paradójica fragilidad de la primera potencia, en absoluto inexpugnable como democracia y ni siquiera como fortaleza. Muy al contrario, pues no podrías saltarte un control de metales en unos grandes almacenes de Washington D.C. sin ser aplacado de inmediato pero a lo visto sí se puede llegar a okupar, sin vencer demasiados obstáculos, el despacho de la presidenta de la Cámara de Representantes y plantar las botazas sobre su mesa para hacerte un selfie. Grotesca, si no perversa conclusión del sueño americano, aquel del triunfo desde abajo, el de la igualdad de oportunidades y el de fabricarse uno a sí mismo. El ejemplo emblemático será el tipo de la cornamenta y pieles de guardarropía que, mancillando la memoria de los Sioux, habrá de convertirse, me temo, en uno de los iconos del siglo XXI; cuando no lo hubieran aceptado como miembro ni en una logia de los Picapiedra. Ese estrafalario es ahora más célebre que Nancy Pelosi, y se cree un renacido de la Nación Trump. Pero qué decir, claro, del... innombrable. Una amiga mía neoyorkina hacía ya meses que me había prohibido llamarlo por su nombre en los mails, para exorcizar el mal fario. La forma de referirse a él era lame duck; algo así como 'pato cojo', incapacitado, saliente: el que está ya fuera. Pero sólo lo parecía. Lo que estaba era inoculado. Su ascenso me recuerda al de Damien Thorn a la altura de la tercera secuela de La profecía, cuando ya se ha convertido en alto ejecutivo de los negocios Thorn, de la Torre Thorn, digamos, y ha entrado en contacto con la Casa Blanca. El lame duck todavía en activo vino a ser en 2017 como La profecía IV o la V: la llegada del antipresidente. Más complicado de exorcizar que un anticristo de película. Una vez inoculado en la Oval, es como si el sistema dependiera para su mantenimiento o su autodestrucción de una clave nuclear que pudiera ser accionada, a capricho, por el propio presidente del mundo. Lo que a punto estuvo de suceder el miércoles. El trabajo de zapa de este antipresidente ha sido el de incubar durante su legislatura el huevo de la serpiente. Ahora el huevo ha eclosionado y el somatén que el miércoles violó el Capitolio es una de sus primeras camadas. Pertrechadas hasta los dientes con móviles y visores 3-D, la flamante artillería. Pero hay más camadas por todo el país. Y fuera de él. La capacidad de Estados Unidos para exportar y proyectar modas, de todo tipo, desde Halloween al trumpismo, no tiene parangón. Y no tardarán en traducirse el trumpismo o el antitrumpismo; en adoptar formas diversas según el grado de bipolarización de conflictos políticos latentes en otros sociedades que nos son cercanas. Para instigarlos. Ya está pasando. La reducción a un escenario frentista del tamaño inmenso de los problemas que nos embargan. Ahora mismo, la precariedad del 'edificio' de la democracia es manifiesta. Está bajísima de defensas. En todos los aspectos. Lo sucedido el miércoles revela cómo ha dejado desguarnecido sus flancos más sensibles. Físicos y morales. Ya lo estábamos viendo hacía rato. Cómo había descuidado su puerta. Peor protegida que la de cualquier discoteca. Y lo del edificio no es metafórico. Las imágenes del asalto al Capitolio componen el álbum de un nuevo Museo de Historia Natural. Igualmente paradójico, en el que un intento de golpe de Estado parece convertirse en una visita guiada por las instalaciones. En un diorama esperpéntico en el que los bárbaros de nuevo cuño comentan la decoración, el mobiliario y la galería de retratos, haciendo fotos que igual no se permiten a un turista, mientras que en su despacho, el lame duck está a tres, dos, uno de apretar el botón.

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