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Los verdaderos amigos se cuentan con los dedos de una mano, dicen. Pues nos van a sobrar dedos, digo. Dos por lo menos: en Burgos acaban de restringir las reuniones a tres personas no convivientes. Y, en breve, a un par, en cuanto algún funcionario ... refranero se percate de que tres son multitud. Así seguiremos, reduciendo números hasta llegar al uno. Y, entonces, la hecatombe, que no hay nada que dé mas miedo que mirar hacia dentro sentado en el borde de la cama y comprobar que tienes que vivir contigo, solo contigo, con alguien al que no aguantas, al que toleras, todo lo más. Y no siempre. Un día de cada cinco, si me apuran.
En cambio, hay tiñalpas por ahí que se adoran, que se quieren, que se miran desnudos al espejo y se arrebatan, que se miran vestidos al espejo y se maravillan, que se huelen sus perjúmenes y se sulibeyan, que no necesitan a nadie. Qué suerte. Qué autosuficiencia. El resto, los que andamos flojos de amor propio, necesitamos el amor ajeno de los amigos. No para contarles las penas («que los divierta su puta madre», decía Antonio Gamero), sino para que nos den un poco de cobijo. Y de mimo. Y de alegría. Y para que nos ayuden a llevar la carga que soportamos, aunque sea cogiéndola un ratico por la esquina. Y para que nos acompañen a abrevar al bar de al lado. Y para compartir los días buenos, que los hay, sobre todo aquellos en los que te sale el arroz en su punto: esos días te reconcilias con el mundo, con el vecino del cuarto y contigo misma. La pena es que no puedes llamar a nadie para compartir ese arroz. Viendo como están las cosas, voy a tener que empezar a caerme bien, no sea que acabe siendo la única comensal. Y es una pena: últimamente, bordo la paella.
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