El entretiempo es raro. Es un periodo de indecisión, una bruma espesa que te impide centrarte: ni frío ni calor, ni chicha ni limoná, ni sandalias ni botas. Algo tan loco como un nudista abrigado de cintura para arriba y en pelotas de cintura para ... abajo. El entretiempo es un estado de ánimo y media temporada de Zara.

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Y en esas estábamos, decidiéndonos entre seguir con la colcha o poner el edredón, cuando un cambio de hora acabó con los dilemas. La noche cayó de golpe y decidió por nosotros: botas, abrigo y no beber o vivir después de oscurecer, a no ser que quieras arrastrar resaca o mala conciencia. Entonces, se hizo otoño.

Pero puede ser otoño cualquier día del año: es otoño cuando te despiertas pensando en que lo único bueno que te va a deparar la jornada es el primer café de la mañana y el último cigarrillo de la noche. Es otoño el día que se adivina nulo, miserable, y sabes que no vas a tener fuerzas para darle la vuelta. Es otoño en el momento en el que desearías hacerte un esguince al bajar las escaleras y quedarte en casa una semana, alejada de todos aquellos sitios a los que no quieres ir y de toda aquella gente a la que no quieres ver, sin más obligación que la de cambiarte de pijama, regodeándote en el placer de quejarte un poco, solo un poco, al ponerte de pie para ir a buscar chocolate a la cocina. Y también es otoño cuando, al fin, te haces el esguince y maldices tu mala suerte por tener que quedarte varada en el sofá. Hay días que siempre son otoño, hasta en otoño. Y la única alegría que tienes es encontrarte cinco euros perdidos en el bolsillo del abrigo al volvértelo a poner después de un año. Y el olor a castañas asadas en la calle.

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