La próxima vez que descubra a un turista por la calle no voy a saber qué hacer, tendré ganas de abrazarle, que es lo que me pasa cada vez que me cruzo a alguien con el periódico bajo el brazo. Va a resultar rarísimo. Ver ... a un turista va a ser como encontrarse a un marciano o a un ministro, me quedaré súbitamente quieto y luego seguiré mi camino orgulloso de no haber sido tan vulgar como para pedirle una foto. No hay turistas por La Rioja, no vienen los peregrinos a mojar sus pies inflados y lechosos en la fuente del albergue y tampoco aparecen esos raros grupitos de japoneses admirándose de la ruina de la Plaza del Mercado y preguntándose, debajo de esos gorros que llevan siempre para protegerse del sol, si ese hundimiento del Casco Antiguo es todavía un recuerdo de nuestra Guerra Civil.
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Cuando el mundo era otro mundo, hubo una vez una gente que en España se quejaba del turismo; son los que no viven de él, a los que trae sin cuidado que los negocios de Las Ramblas de Barcelona estén en quiebra, que la figurita de bronce del dios Osiris aguarde en la oscuridad del Museo Vivanco sin que la contemple nadie o que los hoteles de Canarias no tengan bufetes libres para que los engullan esos matrimonios de alemanes o de ingleses incandescentes. Porque yo pienso lo mismo que Julio Camba, que ellos son los que inventaron el turismo igual que crearon el roast-beef y que «ningún país puede considerarse como lugar de turismo mientras no vayan a él los turistas ingleses».
Estoy echando de menos a los ingleses y hasta a los de las despedidas de soltero, que en esta época ya tendrían que estar abarrotando las calles con su ridículo ambulante, su ruido de vasos rotos y esos disfraces terribles. Dan pena, pero dan empleo, aunque de esto alguno se ha dado cuenta muy tarde. Es un sector siempre bajo sospecha, pero muy valioso y en el que trabaja gente extraordinaria, a pesar de lo que dijo Garzón. Por el momento, en España es incompatible con la pandemia y se entiende, pero a esta industria tan crucial se la está tratando un poco como a la figurita de Osiris, como si fuera algún dios olvidado en las sombras de un museo.
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