ILUSTRACIÓN BEA CRESPO

Oscuridad, vieja amiga

LA CUARTA ·

Hay quien ve en la oscuridad de la noche una amenaza que no somos capaces de racionalizar y que nos lleva, dependiendo del grado de sensibilidad del momento, a la paralización

Domingo, 23 de octubre 2022, 02:00

El lugar en donde vivo apenas hay contaminación lumínica, sobre todo en invierno. En kilómetros a la redonda solo hay pequeños núcleos de población que ni siquiera se ven desde aquí y que, como el mío, están iluminados por farolas cuya tenue luz abarca pocos ... metros. Son luces que no ciegan, que alumbran justo lo necesario para que dé la sensación de que estos no son pueblos deshabitados, de que todavía estamos aquí. Si me asomo al balcón de mi casa, veo en primer plano un robledal, un poco más allá un valle glaciar y, a lo lejos, las montañas que pronto tendrán –espero, ojalá– las cumbres cubiertas de nieve. Si me asomo de noche, el paisaje casi desaparece pero nunca del todo: una vez que la vista se acostumbra a la oscuridad, se pueden intuir las siluetas de los árboles, el movimiento de sus ramas las noches de viento y, siempre presidiendo la lejanía, las montañas. Es asombroso lo que se puede ver de lejos en la oscuridad. Casi siempre puedo contemplar, en un silencio solo interrumpido por el ladrido lejano de un corzo o el ulular de un cárabo, miles de estrellas y la Vía Láctea, ahora casi encima de mí, hace unos meses a mi izquierda. Intento imaginar eso que llaman movimiento de traslación galáctica y que soy incapaz de entender, sentir el vértigo del abismo infinito y desconocido que es el universo. Puedo ver nítidamente las constelaciones, aunque se me olviden sus nombres y no siempre sepa unir los puntos que completan sus formas. Cuando llegue el invierno y nos cubra la nieve, –espero, ojalá– ésta creará su propia luminosidad en las noches despejadas y el silencio será todavía mayor. Y las montañas se verán más majestuosas. Nunca he podido contemplar la noche como aquí. Nunca como aquí me he asombrado tanto ante su belleza. A pesar de que tengo un miedo abismal a la oscuridad.

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Reflexiono sobre todo esto después de leer un breve libro titulado 'Oda a la oscuridad' de Sigri Sandberg, editado por Capitán Swing y con una traducción del noruego, fluida y bella, de la escritora Ana Flecha Marco. Sigri Sandberg narra cinco días en la alta montaña de Finse, un lugar de Noruega a orillas del lago Finsevatnet a donde no llega ninguna carretera. El pretexto de Sandberg es buscar un cielo nocturno sin contaminación lumínica donde contemplar las estrellas, pero en realidad durante esos cinco días en absoluta soledad, aislada en una cabaña y rodeada de nieve, la autora se obliga a enfrentarse a su acluofobia, es decir, su miedo a la oscuridad. Breve inciso: para nombrar esta fobia se usan también los términos escotofobia, ligofobia, mictofobia o nictofobia, curioso que haya tantas variantes para el mismo miedo ancestral. En cualquier caso, el miedo extremo e irracional a la oscuridad es muy común en los niños; tal vez usted recuerde sus propios monstruos o haya consolado en medio de la noche a un hijo aterrorizado por la presencia de fantasmas, pero se supone que con la edad dejamos los terrores nocturnos atrás, junto a nuestra fantasía desbordada. Se supone. Porque algunas adultas, como Sigri Sandberg o como yo, tal vez no hayamos superado ni el exceso de fantasía ni la vulnerabilidad infantil, e intuimos, en la oscuridad de la noche, una amenaza que no somos capaces de racionalizar y que nos lleva, dependiendo del grado de sensibilidad del momento, a la paralización. Está ahí. Es una amenaza tan real como para un niño el monstruo que se esconde en el armario o debajo de la cama.

Mientras leo a Sandberg yo también estoy pasando unos días en soledad en mi pequeño pueblo casi deshabitado, mi marido está de viaje. Intuyo lo que está usted pensando: esto no puede ser comparable a estar en Finse, cierto, pero la sensación de aislamiento y las noches sobrecogedoras no me las quita nadie. La lectura de 'Oda a la oscuridad' me hace preguntarme: ¿a qué oscuridad tememos? ¿A esta oscuridad nada tenebrosa de nuestras noches estrelladas? ¿A esta oscuridad en la que el silencio se puebla de murmullos que no son humanos? ¿Realmente me da miedo esta noche tan bella? ¿De dónde proviene esta inquietud de fondo que estalla según desaparece la luz? Sanberg habla de la construcción cultural del miedo a la oscuridad, de la dualidad entre la luz en relación al bien y la oscuridad en relación a mal: «En nuestro pensamiento occidental, la luz se relaciona con la verdad, el conocimiento y la capacidad de ver. La luz representa la vida y el bien; la oscuridad, la muerte y el mal». La noche ampara a los fantasmas y los rituales satánicos, de noche se producen los asesinatos, las violaciones y los robos. Matar «en noche», es decir con «nocturnidad», era un agravante en el antiguo Código Penal. De noche también acechaba 'El Vagabundo', un hombre que recorría andando las montañas noruegas y saqueaba las cabañas y a quien recuerda, a su pesar, Sigri Sandberg durante sus noches en Finse. Nuestra imaginación está sobrealimentada de seres abyectos que actúan de noche o en la oscuridad. Incluso yo, que rehúyo las películas de terror, tengo imágenes de las que soy incapaz de deshacerme. La noche, la oscuridad, dispara esa imaginación ya intoxicada por el miedo: completamos con ella lo que no vemos pero vislumbramos en las sombras, lo que no escuchamos pero intuimos en el silencio. Y, sin embargo, si superamos ese momento en el que el terror está a punto de sobrepasarnos, si respiramos acompasadamente y nos decimos qué tontería, es solo mi imaginación, todo se transforma. En esa mar profunda y calma que es la noche de verdad, la noche en sí misma, lejos de los focos y las luces LED, del zumbido de la electricidad y los ruidos humanos, se encuentra una belleza capaz de limpiar nuestra imaginación contaminada por los relatos de terror.

Nuestra imaginación está sobrealimentada de seres abyectos que siempre actúan de noche

A Siri Sandberg le acompañan en sus cinco días en Finse varios poetas noruegos que cantan a la oscuridad –Jon Fosse, Olav H. Hauge, André Bjerke–, también los escritos de Christiane Ritter, una pintora de Bohemia que en 1934 pasó un invierno, una primavera y un verano junto a su marido y un trampero en una cabaña en Gråhuken, cerca del Polo Norte. La oscuridad ilumina, hermosa paradoja, la escritura de todos ellos, y les acerca a una naturaleza que en principio les parecía hostil. Y es que la noche es lo que es. La oscuridad es lo que es. No tiene moral ni intenciones. No es buena ni mala. No alberga ni expulsa. Está ahí, a pesar de las luces, los focos, las pantallas, los miedos y los relatos de terror. Está aquí, sobrecogedora, extraordinaria, serena.

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