Orion y Tannhäuser

He sido invitado en domingos como este a fincas que vosotros no creerías. Casillas más allá del Iregua o del Cidacos que en realidad tienen alma de mansión, con kilómetros de césped cortado al milímetro y enanitos de piedra decorando una inmensidad verde. Casas de ... recreo particulares con hileras de frutales hasta donde la vista se pierde, hamacas reclinables y mesitas de teca en las que dejar el cava helado mientras el sol aprieta y los aspersores salpican a las buganvillas. Me he bañado allí en piscinas tan grandes y limpias que su reflejo se asemejaba a rayos-C brillando en la claridad del verano. Y allí he devorado toneladas de comida tan exuberante como el lugar. Lomo, choricillo, careta y panceta, asado todo en parrillas impolutas sobre barbacoas perfectas en las que el humo que desprendían los sarmientos olía a colonia y la grasa no manchaba los dedos. En esos chalés todo es inmaculado y neutro, como replicantes perfectos e insípidos. Sin embargo, donde más a gusto he comido lamiendo hasta el hueso de las chuletillas ha sido en huertas minúsculas sin glamour ni riego automático. A lo sumo una alberca vieja en la que poner a remojo los pies mientras el fuego crepita y las moscas se posan sobre los restos de la morcilla dulce. Unos pocos metros cuadrados al final de algún camino sin embrear en los que apenas cabe una mesa que cojea y el fuego se hace en el suelo, sobre una plancha metálica para contener las brasas. Rincones con casetitas cochambrosas con ese encanto que solo tiene lo imperfecto y donde nadie entrará a robar porque nada hay que robar. Todo tan improvisado y generoso que la carne sabe a gloria, aunque le hayan caído cenizas y el vino pida gaseosa. Ahí hasta he llegado a derramar alguna lágrima, pero de felicidad, sintiendo que esos momentos nunca se perderán en el tiempo.