Una es revistófila como puede ser celulítica, morena o ancha de caderas. Se nace así, y se crece enganchada al olor a tinta y a papel cuché: un kiosco es una perfumería en medio de la calle. O una confitería, porque acabas salivando ante tanta ... oferta. Y sucumbiendo: póngame uno de cada. Como si fueran mignardises.

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Con ojos golosos, veo una publicación que se ocupa de repasar los 60 últimos años de la historia de nuestro país. El número con el que me topo pertenece a 1972. Y ahí está todo: los uniformes de azafata que creó Elio Berhanyer para Iberia y que yo me pondría mañana mismo, la Primera Comunión de la Infanta Elena con un vestido de organdí hecho por la modista de su madre (ahora que las hijas de las famosas comulgan de Rosa Clará, no sé qué se van a dejar para cuando se casen), la muerte del primer marido de la Duquesa de Alba o la boda de Raphael y Natalia en Venecia. También aparecen los estrenos de «Un, dos, tres... responda otra vez», de «McMillan y esposa» y de «La Cabina». Mi vida contada a través de las vidas de los otros. Y de la televisión.

En la revista, junto al debut como presentadora de Conchita Montes, se recoge la noticia de la equiparación de la mayoría de edad entre hombre y mujeres a los 21 años. Hasta ese momento las mujeres no podían abandonar el domicilio familiar antes de los 25 sin permiso del padre, a no ser que fuera para contraer matrimonio o para ingresar en una orden religiosa: o te casabas con un hombre, o con Dios. Y ahí acababan tus posibilidades. Al recordarlo, todo el colorín palidece. Lo trágico es que no fue hace tanto; se nos olvida que aquí vivimos en el Paleolítico hasta finales del siglo XX. Será por eso por lo que todavía hay tanto cromañón suelto. Nos va haciendo falta otra glaciación.

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