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A Parwana Malik la salvamos. Tenía 9 años cuando la vimos marchar, empujada por su padre, que se decía avergonzado y desesperado, y tironeada por el hombre que la compró por 2.000 dólares para convertirla en su segunda esposa. El barbudo prometía delante de ... la cámara que esperaría a que su adquisición creciera un poco. La CNN mostró la transacción en un reportaje. Nos horrorizó. La ONG Too young to wed (Demasiado joven para casarse) intervino para recuperar a la niña e incluyó en el rescate a sus cuatro hermanas menores, a su hermano y a su madre, que también fue entregada en matrimonio a los 13 años. Para cambiar el destino de la mayor de sus siete hijos, vendida a los 12, ya era tarde.
A Parwana la salvamos, pero hemos abandonado a su suerte al resto de crías de Afganistán reducidas a mercancía, a veces con solo dos, cuatro, seis años de edad, para asegurar el sustento de sus familias, que malviven en campos de refugiados a los que dejaron de llegar ayudas cuando volvieron los talibanes. Las Parwanas invisibles a nuestros ojos son ofrecidas como pequeñas esclavas para deslomarse al servicio de sus propietarios, satisfacer sus apetitos sexuales y fabricar hijos cuando alcanzan la edad de procrear.
El mundo sigue lleno de historias tanto o más sórdidas que las de esas niñas. Las mujeres y hombres de países democráticos y de entornos desarrollados reivindicamos la igualdad de derechos desde una posición privilegiada, cómoda, segura. Esto no es Afganistán. Imaginen si lo fuera. Las afganas no pueden ir a la escuela ni a la universidad ni a los talleres de capacitación de las ONG, ni ejercer la abogacía ni la judicatura, ni ocupar altos cargos en el Gobierno, ni viajar más allá de unos kilómetros sin la compañía de un varón del clan. Esto no es Irán. Allí, llevar la cabeza al descubierto es un gesto de rebeldía, un grito de libertad y un acto de valentía al que se han sumado muchas chicas bajo amenaza de cárcel, donde también penan chicos por respaldar la causa contra el velo que para algunos ha acabado en la horca.
Mujeres, por el hecho de serlo, soportan situaciones intolerables hacia las que es necesario dirigir la mirada cada día, también el 8M. Nosotras peleamos por romper techos de cristal mientras ellas luchan por no acabar bajo tierra. En absoluto desmerecen los esfuerzos, desvelos y sacrificios invertidos en las sociedades occidentales para combatir el machismo patente y desenmascarar el latente. Pero en este Día Internacional pongo el foco sobre crueldades, abusos e injusticias que requieren de intervención perentoria, antes de meterme en harina de nuestro costal.
«Ahora está de moda nombrar tías». Me he cansado de oír frases como esta durante los últimos años. «¿A quién pondrán ahora? Seguro que a una tía». Malas noticias para los 'tíos' que hacen esos comentarios: no es una moda, pero ha venido para quedarse. Os parece que son muchos los nombramientos de jefas por falta de costumbre. Hemos empezado a recoger los frutos de una interminable carrera de obstáculos y de relevos en la que han perseverado generaciones enteras de trabajadoras y en la que nos acompañan cada vez más hombres. Por encima de los techos que rompemos, aún hay pisos superiores ocupados por una abrumadora mayoría de altos cargos masculinos que son los que designan directivos. Las mujeres son por fin visibles para ellos cuando tienen que elegir. Y no creo que se arriesguen a dejar sus compañías, corporaciones y organizaciones en manos de personas poco capacitadas. No las escogen por ser mujeres, pero en el cargo de ellas va la carga de tener que demostrarlo.
Es molesto que quienes no están en tus zapatos te digan cómo debes ir calzada, vestida o aderezada para estar a la altura del puesto. Pero peor es tener que disfrazarte de hombre para merecer los mismos derechos. Volvamos a esas otras realidades. Petchiammal, una joven embarazada, quedó viuda sólo dos semanas después de su boda en una aldea de la India. Durante 36 años se ha hecho pasar por su difunto marido para criar a su hija, porque con el sueldo que le daban como mujer era imposible y, además, sufría acoso laboral y sexual. Más conocido es el caso de Nadia Ghulam. Después de que una bomba destruyera su hogar en Kabul y desfigurara su cara, la niña, de 11 años entonces, adoptó la identidad de su hermano, asesinado a los 14. Camuflada bajo su turbante y su indumentaria de muchacho, trabajó durante una década como campesino y albañil, cuidó de ganado, recogió excrementos humanos para abono, excavó pozos y, en definitiva, mantuvo a su familia. Hoy es una escritora afincada en Barcelona. Su pequeña compatriota Parwana, que vuelve a soñar tras el rescate, quiere ser doctora o maestra. Ojalá su historia, al menos la suya, encuentre un feliz desenlace.
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