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En cuanto empieza a oler a elecciones, al político le invade una súbita ansia de escucha. Una mañana entorna la ventana de la sede o va andando al despacho oficial, aspira el aire y automáticamente las orejas se le inflaman. Es un hambre por escuchar ... irrefrenable, urgente, salvaje. Casi caníbal. Como si hasta ese instante hubiera permanecido en un búnker, sumido en un aislamiento de eremita, y de pronto experimentara la necesidad incontenible por cosechar sonidos y opiniones.
A diferencia de otras maneras de escuchar, la del político es indiscriminada. Cierra los ojos, imagina una urna y le vale cualquier voz para pegarla en su álbum de problemas ajenos por resolver que va llevando de aquí para allá, alardeando de que casi no le faltan cromos para completar la colección. Suele ser además una escucha coral, preferiblemente en esos escenarios donde los que hablan están sentados en incómodos pero coquetos banquitos y quien les escucha permanece en pie asintiendo con fruición.
Escuchas también a cascoporro por la calle y con la junta directiva de una asociación; tomando un vino o paseando al perro; a pie de la obra o en una plaza de abastos. Porque lo realmente importante no es tanto escuchar como el proceso de escucha. Dejar constancia de que se va a empezar a escuchar todo como si antes nunca se hubiera escuchado nada. Inquieta tanto aparataje, un despliegue tan barroco para algo simple.
A mí me gusta más la manera de hacerlo que se ve en la película 'La vida de los otros', donde Ulrich Mühe encarna a un oficial de la Stasi encargado de espiar las conversaciones de un escritor y su esposa en la RDA más asfixiante por si son comprometederas. El piso del artista está plagado de micrófonos ocultos y Mühe va monitorizando lo que llega a tráves de los auriculares. Las paredes son tan finas y la relación se hace tan estrecha que los escuchados acaban midiendo cada palabra y, el que escucha, anotando en su informe lo que le da la gana.
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