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La pandemia, el estado de pandemia, se ha sustanciado en una cuestión de distancias. Las físicas y sociales, por un lado (bueno, por muchos); pero también las brechas, de diferente diámetro y calado, entre áreas de nuestra memoria, de nuestro pensamiento, de nuestra edad, de ... nuestros sentimientos. Realmente, durante este año y medio, no hemos sabido a ciencia cierta a qué distancia hemos estado de nada. A qué distancia, por ejemplo, hemos estado del presente, menos presencial que nunca, en todos los sentidos. Un presente en paradero desconocido. Desde la ventana de tu casa, cuando salías a aplaudir, no se veía ya el presente de siempre. Aquello que solía venir en los periódicos y en la agenda. Se había esfumado, como en un episodio de La dimensión desconocida. La primera víctima de la pandemia fue el presente. Pero sobre todo, a qué distancia nos encontrábamos de nosotros mismos; o qué protocolo de seguridad debíamos de observar con nosotros mismos. Lo que fuera 'nosotros mismos', en particular y en general. A qué distancia quedaban los más cercanos, lo cercano. La cercanía se ha resentido mucho, volviéndose extraña cada cosa. No podíamos saber, tampoco, a qué distancia estábamos, digámoslo claro, de la muerte. O de lo último que hicimos o dijimos antes de que se cerrara el mundo anterior. Palabras que se iban distanciando a cada segundo, en una odisea espacial. No hemos estado seguros en ningún momento de qué grados de separación manteníamos con el tiempo que pasaba, si es que pasaba, o más bien se aplastaba. Qué distancia, en días o en meses, nos separaban de la fecha en que todo empezó (o quizás acabó, nos daba por pensar en el insomnio). El confinamiento, la clausura, lejos de acercar, perforaba cualquier proximidad, polarizando la lejanía hasta el confín. Estar confinados era eso: situarnos en el confín de todo lo que habíamos dado por supuesto. La pandemia, como efecto (óptico) colateral, también nos hizo recalibrar cuál era la distancia real con los problemas (los de antes, se entiende), la distancia entre lo importante y lo accesorio o entre lo necesario y lo prescindible. Aunque no está claro cuál va a ser la longitud de onda de ese efecto, pues me temo arrecia en ese punto una catarata crónica, que nos vela de continuo la visión y nos cambia la focal.
En definitiva, el estado de pandemia se ha sustanciado en un 'ver de cerca y de lejos'. En tantos aspectos. Por eso no es de extrañar el que una de sus consecuencias haya sido, esta semana lo contaba la prensa, que (cito un titular) «El confinamiento estricto disparó la miopía de los menores en todo el globo». Ocular, cabría añadir. Y sacaban fotos de manolitos gafotas. Yo lo fui de niño, un manolito gafotas. Tal cual. No me las quitaba ni para tirarme a la piscina haciendo la bomba. Algo tenía yo de miopía, y de otras 'ías' e 'icias' de las que aún hoy –y aunque Enrique, mi querido oftalmólogo, me lo da periódicamente por escrito– nunca me acuerdo de las proporciones, seguro variables con el cansancio progresivo de la vista. Tengo la esperanza de que, con todo, los niños y niñas no ya millenials, sino pandemials, logren ver mejor en el futuro (iba a decir cercano, pero me parece lejos), en todos los planos. Al menos, mejor que nosotros, que no acabamos de acertar todavía con lo de 'esto es lejos' y 'esto es cerca'; y eso que asistimos a las clases particulares en el Barrio Sésamo. Que se muevan mejor que nosotros en la oscuridad. El tema eterno. Lo digo, porque parece que esto se abre, pero que igual, ¡ay!, no vamos a rectificar –una vez más– la óptica previa, al menos los presbíteros sin remedio. Se hablaba, ¿recuerdan?, de cuánto íbamos a aprender tras el confín; de lo distintos que íbamos a ser a la vuelta. Esto hubiera significado mirar efectivamente de otra manera, aliviar la miopía, entendida como los griegos: un defecto en la cualidad de la percepción. Y eso, a la vista está que... No cede la escalada de distorsiones virales, en cualquier campo. Nos hacen falta nuevos oftalmólogos de la nueva realidad.
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