Qué tiempos aquellos en los que mentir, además de ser pecado, estaba mal visto! La mentira supera ya al fútbol como deporte nacional. Si no mientes no eres nadie en política, esa parece ser la máxima en la que se aplican las nuevas generaciones de salvadores de la patria. Dice un viejo proverbio que la mentira produce flores pero no frutos. No lo tengo tan claro cuando la verdad ya no interesa si no se ajusta a lo que cada uno cree. Hay mucha gente que con tal de escuchar lo que se acomoda a su interés prescinde de la verdad y huye de ella como en el pasado se huía de la peste. Según Sófocles, una mentira no vive hasta hacerse vieja pero yo creo que, mientras perdura y se sostiene como si fuera una verdad, puede causar destrozos irreversibles. Vivimos en medio de un huracán de embustes intencionados que va camino de destruir la convivencia, porque su objetivo es fomentar el enfrentamiento. Señalar enemigos y alimentar odios, da votos. La conciencia crítica y la integridad están pasadas de moda.

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Esta semana, sin ir más lejos, en el aniversario del atentado del 11-M, Pablo Casado ha vuelto a transitar la senda de la mentira que se inició con Aznar. Dice que los españoles tienen derecho a conocer la verdad. Sorprende que en un caso que ya ha sido juzgado y cerrado todavía se especule sobre la posible participación de ETA. El comisario Sánchez Manzano, jefe de los Tedax, ha vuelto a recordar que fue presionado por el gobierno de Aznar para favorecer sus intereses políticos, hecho al que se negó en honor a la verdad. Quince años después siguen sembrando dudas pero ni Rajoy ni su gobierno han hecho pública prueba alguna que sostenga su mentira. Les ocurre como con la corrupción de su partido: que todos la veíamos menos ellos que, habiendo sido condenados, siguen negándola.

En el otro extremo, el juicio sobre el procés está siendo muy ilustrativo sobre el uso de la mentira como instrumento para embaucar al electorado. Si yo fuera independentista me encontraría desolada e indignada por igual. Según reconocen los encausados, jamás proclamaron la independencia, todo era una mera declaración política, una nadería sin trascendencia jurídica. Es decir, una mentira palmaria mientras se hacía creer a la calle que todo era verdad. Vamos que llevaba razón el mosso que en una manifestación le espetó a un manifestante: «la república no existe, idiota». Tanto criticarlo en Cataluña y ahora resulta que solo el mosso dijo la verdad.

Estos días el portavoz del PDeCAT, Carles Campuzano, defenestrado de las listas por el fugado Puigdemont, ha tenido un arranque de sinceridad al reconocer que «en el soberanismo falta coraje para decepcionar a los nuestros». El sentido de la frase es evidente, no hay agallas para confesar que se mintió con reiteración y premeditación. No hubo declaración de independencia y alcanzarla no se atisba en el horizonte, pero explicar la verdad es más difícil que fomentar la mentira. El juicio deja otros engaños al descubierto.

En una de las situaciones más graves que España ha padecido, ni Rajoy ni sus ministros sabían nada de los operativos policiales ni de aquello que todo el mundo sabía: que los mossos no actuarían y que el Estado se exponía a hacer el ridículo. Eluden la responsabilidad y la derivan a las fuerzas de seguridad del Estado en una actitud vergonzosa y vergonzante hasta que el exsecretario de Estado de Seguridad y el coronel Pérez de los Cobos dieron la cara. Una vez más, mentir para ocultar la verdad: improvisación e incompetencia. En este juicio nadie sabe nada. Cuánto más mienten los unos y los otros más contentos están sus seguidores y más se aleja la verdad y la solución al problema.

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Dicen que con una mentira uno puede llegar muy lejos, pero sin esperanza de volver. El futuro no se construye con engaños, que no lo olviden los mentirosos y mucho menos los ciudadanos.

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