«El odio es la venganza de un cobarde intimidado» (G. Bernard Shaw)
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Cuando Constantino 'el Grande' decretó el cristianismo como religión oficial del imperio romano se topó con bandas de teólogos enfangados en furibundas e interminables discusiones dogmáticas sobre la trinidad de Dios ... y la ousía (sustancia o naturaleza) de las tres personas que la formarían. Para imponer la unidad, en el año 325, el emperador encerró a trescientos obispos en su palacio de Nicea (hoy Iznik, Turquía) y les dijo: de aquí no salís hasta que me creáis, no me importa en qué, pero todos en lo mismo. El resultado del célebre concilio fue el Credo que todavía recitan los fieles católicos, aprobado tras apasionadas trifulcas entre unos prelados tratados a cuerpo de rey. Cuando en una de ellas el alejandrino Arrio defendió su tesis subordinacionista (el Hijo fue creado por el Padre y por tanto no puede compartir su naturaleza), Nicolás de Bari lo derribó de un puñetazo y su doctrina, el arrianismo, fue declarada herejía y, por tanto, objeto de persecución por quienes años antes habían sufrido la de Diocleciano.
Hoy, aquella inquina teológica ha desaparecido en la cristiandad, pero dando paso a otras como deportiva, racial, sexista o política porque, aunque los motivos cambien con los siglos, persiste la atávica necesidad humana de tener enfrente alguien que defienda o apoye cosas diferentes para arrearle un directo a la mandíbula. En España, la rivalidad política se entiende como una guerra sin cuartel y bastante sucia en la que no se discuten mejoras de la vida de la gente sino dogmas ideológicos que se tratan de imponer mediante la descalificación sistemática de un enemigo al que se estigmatiza, se calumnia, se persigue y, si se puede, se extermina. Este auténtico odium politicum se exacerba cuando se acercan otras elecciones en las que los bandos se juegan los garbanzos y ante las que todo vale, empezando por tomar a los votantes por imbéciles sin información, criterio ni entendimiento, fácilmente manipulables con falsas promesas y burdas falacias.
Lo que quizá desconozcan nuestros líderes políticos y los presuntos cerebros que les cocinan propagandas, estrategias y encuestas es que el odio que se profesan entre ellos –aunque unos más que otros– no será nada comparado con el que se están ganando a pulso por parte de una «ciudadanía» harta de una casta a la que ven más –por no decir solo– preocupada por conquistar más poder y retenerlo al precio que sea, mientras la nación, con menos población activa que pasiva, decrecimiento demográfico, pobreza galopante, juventud sin futuro y deuda pública del 120% del PIB, es un enfermo terminal arruinado que cuando estire la pata no tendrá ni para pagarse el entierro.
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