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Octubre era el mes del recogimiento, de la preparación del invierno y de la vida entre las paredes del hogar, la oficina, las aulas. La despedida levemente melancólica de unos meses en los que nos habíamos dispersado y le habíamos dado esquinazo a lo cotidiano. ... Mes de reencuentros. Ahora octubre es el mes del miedo. Así nos lo están dibujando los telepredicadores desde el púlpito de las tertulias y unos políticos que a la par que se preparan para la euforia electoral deslizan mensajes subliminales cargados de preocupación. Hasta Guterres, secretario general de la ONU, nos anuncia que tendremos «un invierno de descontento».
Habíamos vencido el pesimismo de la pandemia. Aquella reclusión y aquel miedo que desprende todo lo invisible. Resistimos al virus como pudimos, se reconocieron los trabajos esenciales, aplaudimos a los héroes vestidos de verde. Pasado el trance tomamos aire e inmediatamente olvidamos a los trabajadores esenciales, a los de verde y a los de blanco, y, otra vez, nos creímos las promesas de los profetas. Encarábamos la recta de unos nuevos Felices Veinte. Eso decían. Una década prodigiosa que sin embargo no acaba de remontar el vuelo. Todo lo contrario. Economía de guerra. Y mientras las distintas instancias del poder hacen de los impuestos una tómbola en la que parecen rifar nuestro futuro bajo la viñeta de unos ricos con chistera y unos pobres sacados del viejo TBO, las hipotecas inician una escalada a lo Perico Delgado siguiendo la estela de los precios. La macroeconomía se desborda y vuelve a invadirnos en forma de riada, como si fuese un fenómeno de la naturaleza, igual que los eclipses o los agujeros negros.
La vida se nos vuelve menudeo en este octubre que mañana se abre. El verano se llenó de una embriaguez que provenía de la salida de un túnel y de la intuición de que nos estábamos acercando a otro. Un paréntesis, un carpe diem de dos meses en el que cada cual se ha dedicado a echar la casa por la ventana confiando en el viejo lema. Dios proveerá. Agnósticos y ateos entregados al azaroso deseo de las divinidades y los astros. Y aquí estamos, al final de la fiesta y a las puertas del otrora laborioso y anodino octubre, ahora convertido en portal de las sombras. Cualquiera, metido a poetilla, diría que con las hojas de los árboles se van los ecos de las risas veraniegas. Improductiva melancolía. Dicen que la cuesta de enero empieza mañana. Octubre es el nuevo enero. No sabemos qué equivalencia tendrá el próximo enero. Incertidumbre. Muchos, enemigos empedernidos de lo cotidiano, empiezan a añorar la cadenciosa monotonía de otros octubres. Confianza. Dios proveerá.
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