Ochenta años
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Ochenta años y un cáncer con metástasis ponen a uno en su sitio. Y mi sitio hoy es la oración y hacer el bien a la gente mayor como yoEn la capilla de las monjas del Servicio Doméstico, donde yo celebro la Misa todas las mañanas, entrando a la derecha hay un cuadro que pintó, si no recuerdo mal, mi buen amigo y gran profesional que es Eustaquio Uzqueda. Arriba aparece la figura de ... la fundadora, la navarrica de Cascante, Vicenta María López de Vicuña; abajo, una simpática silueta del casco antiguo de Logroño, y en medio esta leyenda que a menudo recitaba la santa: «Dad gracias a Dios por todo».
Hoy escribo precisamente el mismo día que cumplo los ochenta años. Se mire por donde se mire, ochenta años son muchos años. Y hoy quiero dirigirme especialmente a aquellos lectores y lectoras que ya van teniendo años. ¿Y de qué les quiero hablar? De una maravilla de la vida que se llama la sabiduría. Ochenta años y un cáncer con metástasis ponen a uno en su sitio. Y mi sitio hoy es la oración y hacer el bien que pueda a la gente mayor como yo.
¿Qué es la sabiduría a la que me quiero referir hoy? No tiene nada que ver, o muy poco, con la ciencia. Esta se refiere a las letras, y al día de hoy mi licenciatura en Derecho Canónico y mi doctorado en Ciencias de la Comunicación me importan un bledo. ¡Nada! No es que lo desprecie, no. Es que hoy ya me interesan otras cosas. Me interesa la sabiduría.
La sabiduría es la sapientia latina que viene de la palabra griega sophia. La Santa Sofía de Estambul, Turquía, antigua basílica hoy convertida en mezquita –ojo a las memorias históricas–, no se refiere a ninguna santa que se llamara así. Se refiere a la sabiduría que es un don de Dios, con la significación originaria de un sabor, de una capacidad de percibir cómo sabe el bien, hacer el bien a los demás. De esta forma, el sabio verdaderamente sabio es el que tiene la capacidad para saborear lo bueno. Y lo bueno, le demos las vueltas que le demos, lo bueno es Dios. El únicamente bueno.
El Papa Francisco hará unos siete años dijo lo siguiente, que yo me lo até al dedo: «La sabiduría es lo más propio de los ancianos; ellos son la reserva de la sabiduría de nuestro pueblo». Y nuestro pueblo no puede perder el sabor de lo bueno, de hacer el bien. Yo tengo comprobado en mí mismo que la edad –la mucha edad– puede acarrear consigo algunos inconvenientes como el arraigo de los defectos del carácter, un rechazo de las propias limitaciones y lo que podría ser más grave, la incapacidad para entender a los jóvenes. Pero también voy percibiendo que la capacidad de saborear lo bueno que es el hacer el bien a los demás, preocuparse de los demás, eso no se cambia por nada.
Por esa sabiduría yo doy muchas gracias a Dios. Alguien ha dicho que la salud es el silencio de los muchos órganos del cuerpo. La verdad es que no sé con certeza si esto es una agudeza de alguien o una tontería mayúscula. Lo cierto es que hasta que no da señales de vida –de dolor– una cadera, no sabemos si existe; hasta que una rodilla no nos deja paralizados no sabemos si tenemos rodillas. Hasta que el órgano, el que sea, no da señales de que ahí está, todo va bien, buena salud. Yo me digo a mismo cuando el dolor, la incomodidad, da señales de que ahí está: «Justo, no olvides nunca que para los que aman a Dios –y yo lo quiero amar y tú también lo quieres amar– todo es para bien, todo es bueno». Lo dijo un tal Pablo de Tarso hace dos mil años. Y es cierto, mis queridos amigos enfermos y mis queridas personas mayores. Haced la prueba.
Francisco de Asís, al que tanto citan hoy los ecologistas, los animalistas y todos los 'istas' habidos y por haber, decía en su 'Cántico de las Criaturas' algo tan referido a Dios como lo siguiente: «Alabado seas, mi Señor, por la hermana madre tierra, la cual nos sostiene y nos gobierna y produce diversos frutos con coloridas flores y hierbas». Y alababa a Dios por el hermano lobo, y los peces y las aves. Y ¡ojo! añadía: «Y alabado seas, mi Señor, por aquellos que perdonan por tu amor y sufren enfermedad y tribulación, bienaventurados los que las sufran en paz».
Como se ve, qué cierto es que para los que aman a Dios todo es para bien. Y voy a deciros algo más que muy a menudo me digo a mí mismo en mis circunstancias actuales. Cuando Dios manda o permite un suceso que la gente califica de malo –generalmente la enfermedad, la contrariedad, el sufrimiento en sus muchas formas– es la hora hermosa de pensar en la cruz, amar la cruz. Si la aceptamos aunque nos cueste como venida de Dios, será de verdad la Santa Cruz. Y esto, que nadie se equivoque, no es un sermoncillo barato; esto es la verdad de la buena. Nadie se va a librar de la cruz. De que se acepte o se rechace dependerán cosas grandes.
Termino diciendo que por todo lo dicho yo me siento muy querido, que Dios está a mi lado, que a Dios le importo. Y aunque no entienda muchas cosas, sé que siempre me dará lo mejor.
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