No contento con cuestionar la calidad democrática del país que vicepreside, arremeter contra la Corona y la independencia de la Justicia o confundir a un prófugo como Carles Puigdemont con los exiliados de la Guerra Civil, Pablo Iglesias está decidido a abrir nuevos frentes de ... batalla. Su desaforado ataque de ayer a los medios de comunicación, cuya credibilidad rechazó con argumentos teñidos de populismo barato, supone un desprecio a la libertad de información impropio de un gobernante de un Estado democrático. Como lo es la pretensión de imponerles lo que denominó «herramientas de control democrático» al establecer un disparatado paralelismo entre el «poder mediático», el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. Ese objetivo solo puede ser interpretado como un descarado intento de amordazar a la Prensa o someterla al dictado de sus caprichos. Tan alejados están esa obsesión y los derechos y libertades consagrados por la Constitución como la caricatura de unos medios supuestamente manejados por «banqueros» y «fondos buitre» que dibujó Iglesias y la realidad informativa en España. A todo un vicepresidente del Gobierno le es exigible mayor seriedad en un asunto tan delicado.
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