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Siempre se ha dicho que en las distancias cortas es donde nos la jugamos todos, ricos, pobres, viejos, jóvenes, hombres, mujeres, listos y menos listos. Los defectos, al igual que las virtudes, donde más se notan es precisamente en la cercanía y en la proximidad. ... Yo puedo decir, y con la más absoluta rotundidad, que la persona que mejor ha sabido de mis fallos y debilidades, así como de mis valores y capacidades, ha sido –fue– mi madre. Y es lo normal y tiene que ser así.
En las distancias largas todos somos estupendos, simpáticos, ocurrentes, valientes, optimistas. Y es bueno que sea así. La distancia larga consigue en nosotros mostrar el escaparate, el perfil, el look que dicen ahora, que nos parece más aceptable y favorecedor.
Don Carlos Escribano, nuestro obispo hasta hoy, vino a la diócesis en junio de 2016. Ha sido obispo de La Rioja muy poco tiempo. En ese poco tiempo he vivido cercano a él aunque muy condicionado por mi enfermedad, cosa que no ha impedido forjarme una impresión que quiero compartir con mis lectores a modo de despedida agradecida.
En un tiempo –el que nos ha tocado vivir– en el que prima la cultura basada en el desencuentro, la cultura del descarte, don Carlos ha privilegiado en su vida personal y pastoral la cultura del encuentro, de la amistad. La cultura de hablar con los que no piensan igual, con los que aman a la Iglesia o que son indiferentes ante el fenómeno de la fe. Nuestro obispo hace ya mucho tiempo que en su oración y en su reflexión descubrió que los demás –todos los demás– son imágenes de Dios, son también hijos de Dios, por lo que hay que ir a su encuentro.
El obispo que yo he conocido es el pastor que está al servicio del rebaño. Al servicio de todos: curas, monjas, laicos comprometidos o laicos sin comprometer. Hombres y mujeres. Y jóvenes. Don Carlos ha echado una parte muy importante de su tiempo –del tiempo de un obispo– a estar con los jóvenes, a hablarles al oído, a escucharles, a exigirles, a animarles. Y todo desde la perspectiva del pastor. De ese pastor que hace ya muchos cientos de años pedía el santo obispo de Hipona, Agustín, un pastor que atiende a los que están cerca y a los que están lejos, a los que van en cabeza del rebaño y los rezagados que se hacen los remolones. Todos hemos estado en la cabeza y en el corazón de don Carlos. Hay infinitos testigos de lo que afirmo.
Don Carlos nos ha empujado a estar –todos– a la altura de las circunstancias. ¿Qué otra cosa, si no, ha sido y sigue siendo la Misión diocesana, EUNTES, iniciada de forma espléndida y animosa en la plaza de toros de la Ribera, con la presencia de la casi totalidad del clero y de la vida consagrada, de miles de fieles, hombres y mujeres de toda condición, jóvenes, niños, y representación de los movimientos y asociaciones de fieles, de cofradías, y de los servicios de formación, cultura y convivencia, de la acción caritativa y social y de cooperación con la Iglesia universal. Y todo bajo la atenta mirada de nuestras imágenes de la Virgen y de nuestros santos riojanos de mayor solera. Ese es el legado de servicio, de servicio ejemplar, de nuestro obispo, que no podemos dejar que se disipe con el paso del tiempo.
Don Carlos ha sido el servidor fiel y obediente que lo que tenía que hacer, eso ha hecho. Él sabe que lo que ha hecho y nos ha estimulado a hacer por Dios y para Dios es infinitamente menos de lo que Dios ha hecho por nosotros. El Dios en el que creemos y que nuestro obispo ha tratado de llevar a la gente riojana es un Dios que no se deja ganar en generosidad. Nuestro obispo nos ha ayudado a saber que delante de Dios no somos acreedores de nada, que a Él le debemos todo, que todo es un don suyo: la vida, la salud, la enfermedad, la vocación, la alegría, el amor, la entrega a los demás.
El siervo fiel del que habla el Evangelio es el que acepta la voluntad de su señor, en este caso de un Señor que se escribe con mayúscula. Este Señor a través de las mediaciones humanas normales le acaba de pedir a don Carlos un cambio sustancial en su vida, la misma forma de servicio en Zaragoza, un lugar diferente, aunque cercano a nosotros. Desde aquí deseo con toda mi alma que responda con esa generosidad que aquí nos ha mostrado, «lo que tenía que hacer, eso ha hecho». Esta lección de humildad y de servicio tendrá un premio muy grande, que de corazón le deseo.
¡Un abrazo grande y hasta siempre!
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