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Por qué nos interesa la historia? ¿Por qué es importante conocerla y estudiarla? Es muy común responder a estas preguntas con un «para que no se repita». Disculpen si les parezco cínica, pero sinceramente considero esta respuesta simplista y tremendamente ingenua. La historia, precisamente, nos ... muestra que hay acontecimientos aberrantes que son recurrentes, que surgen por diferentes motivos y que varían en apariencia según las mentalidades y los contextos pero que, por mucho que nos cueste aceptarlo, son síntomas de la condición humana. Me refiero a la violencia racional, organizada y dirigida que se hace presente en zonas de conflicto, ya sean guerras flagrantes o conflictos de baja intensidad. En el reciente libro 'Las sepultureras' de Taina Tervonen (Errata Naturae, traducción de Iballa López Hernández), la periodista recuerda una conversación con Svabo, un superviviente de la limpieza étnica que llevaron a cabo los serbios durante la guerra de los Balcanes. Svabo le cuenta una visita al campo de concentración nazi de Dachau y su reacción ante el monumento conmemorativo que reza en varias lenguas «NUNCA MÁS. Boberías –había pensado Svabo–. Cincuenta años después de Dachau, yo estaba a mi vez en un campo». Se estima que esta guerra dejó unos ciento diez mil muertos, entre los que se encuentran unos treinta mil desaparecidos. (Un inciso: La cifra de los treinta mil desaparecidos me remite a otro NUNCA MÁS: Argentina y la brutal dictadura de 1976.)
Taina Tervonen recoge en 'Las sepultureras' el trabajo que entre 2010 y 2020 hacen dos mujeres: Senem, antropóloga forense que dirige en esos años el centro de identificación de Krajina, y Darija, investigadora que entrevista a los familiares de los desaparecidos para conseguir información y tomar muestras de ADN que se cotejarán con los cuerpos que encuentra la primera. La una desentierra a los muertos para averiguar así su identidad y cómo murieron. La otra desentierra la memoria de los desaparecidos a través de encuestas a los familiares, con preguntas que parecen frías (rasgos físicos, ropa que llevaba el día de la desaparición), pero que despiertan la calidez y el dolor del recuerdo. Entre ambas, intentan dar respuestas y paz a los familiares que todavía buscan a sus seres queridos. Taina Tervonen sigue el trabajo de las dos en diferentes lugares de Bosnia-Herzegovina, ese territorio en el corazón de Europa que fue atravesado por una violencia que se pensaba inconcebible a finales del siglo XX. NUNCA MÁS.
El relato de Tervonen sobre las investigaciones de Senem y Darija durante esa década impresiona, conmueve, preocupa. Del trabajo de la primera, inquietan las cifras, que se encarnan en los detalles que muestran los cuerpos exhumados. La aparición de la fosa de Tomašica en 2013 es particularmente perturbadora. Se estimó en el momento de su apertura que había unas novecientas personas allí sepultadas, en un excelente estado de conservación debido a las condiciones arcillosas del suelo. Una vez que los cuerpos entraron en contacto con el aire, el hedor a muerte lo impregnó todo y para algunos fue como volver al verano de 1992. En aquel entonces, mientras que en España celebrábamos diversos fastos, en esa región de Bosnia-Herzegovina los serbios fueron ejecutando o recluyendo en campos de concentración a los habitantes bosnios y croatas de la región. «La limpieza étnica concebida y organizada por Ratko Mladić y Radovan Karadžić vació esta región de Bosnia-Herzegovina mucho antes de las matanzas de Srebrenica, acaecidas tres años más tarde», cuenta la autora. Del trabajo de la segunda, de Darija, impresionan las conversaciones que tiene con los familiares de las víctimas, su relato sobre el peso del silencio y el trauma, que invade las relaciones sociales. «Nadie menciona lo que sucedió, ni los verdugos ni las víctimas. Es como si el silencio fuera el precio que hay que pagar para vivir juntos de nuevo». El silencio, un actor más en la difícil convivencia tras el conflicto, lo permea todo. Mientras Senem exhuma los cuerpos que señalan todo el horror del pasado, el silencio intenta volver a echar tierra sobre ellos, que no se recuerde, que no se remueva. Es el precio de la convivencia, dice la autora y, tal vez contagiada por la fuerza del silencio, añade: «Cada cosa a su tiempo. Quizá el de la palabra no haya llegado todavía».
El problema es que al mismo tiempo que se impone el silencio como única forma de establecer una convivencia pacífica, comienza el relato de la historia. O, mejor dicho, los relatos. La palabra sí se hace presente y sirve para imponer una versión del pasado que satisfaga a cada una de las partes involucradas en el conflicto. ¿Para qué sirve la historia? Depende de quién la cuente y para quién. Darija, de padre serbio y madre croata, asegura que para algunos Srebenica no fue un genocidio, que las diferentes versiones de la historia solo agudizan el conflicto. Los niños serbios aprenden en el colegio que los suyos fueron héroes y víctimas de la guerra, los niños bosnios aprenden que lo fueron los serbios, y los croatas lo mismo. «Es como una enfermedad. Se han contagiado», explica Darija, «si esto sigue así, dentro de diez o quince años, estallará otra guerra». La historia, esto ya lo dijo David Rieff, también sirve para enquistar conflictos.
Ninguna nación que comete violencias aberrantes durante un conflicto reconoce que lo hace en defensa del mal. Tvetzan Todorov analizó esta actitud psicológica: nos cuenta entender que horrores como los que sucedieron en la antigua Yugoslavia, en los campos de concentración del nazismo o en el gulag, puedan relacionarse con la racionalidad humana. Queremos creer que son actos malvados, demoníacos, excepciones históricas que con su horror nos garantizan la no repetición. Pero si algo enseña la historia es que quienes idearon y llevaron a cabo esos terribles planes creían estar contribuyendo a conseguir un bien mayor, a acabar con un mal igualmente mayor. Estudiar y conocer la historia es importante para entendernos en el presente, para ser conscientes de las actitudes políticas y sociales que revelan ecos indeseables del pasado, pero saber no garantiza que, en nombre de grandes ideales o en nombre de la defensa de patrias, patrimonios y modos de vida, no se vayan a cometer barbaridades execrables, aunque cambien los métodos para llevarlas a cabo. Decir NUNCA MÁS nos hace sentir mejor, confiar en que nuestra especie mejora. Tal vez con añadir una palabra sea suficiente para romper el espejismo: Ucrania.
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