Tengo un nuevo vecino. Desde hace ya unas cuantas semanas. La verdad es que no he acertado a verle bien el rostro. Sus horarios son nocturnos, él se establece en su nuevo emplazamiento cuando se echa la noche. Cuando el frío desmantela incluso los cuerpos ... más abrigados, cuando ya nos cobijamos en casa al amor del hogar. Del confort. De la familia. No, no le he visto bien el rostro a mi nuevo vecino, de hecho, creo que él mismo intenta ocultarlo, pero lo que adivino de sus rasgos me resulta un tanto familiar. Poblada barba, tez negruzca. Zapatillas destartaladas, bajo del pantalón que se arrastra. Chamarra raída. Mi nuevo vecino duerme sobre un mugriento colchón rebozado en harapientas mantas en un desolado recoveco. En el centro de la ciudad, eso sí. Seguro que no sabe si en esta Navidad se pueden reunir 6, 8 o 10 comensales. Si hay confinamiento perimetral o toque de queda. Supongo, pero solo lo supongo, que sabe de la existencia de un devastador virus.
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Pensándolo bien, ahora recuerdo de qué me resulta familiar mi nuevo vecino. Le he puesto el rostro de esa gente, tantísima gente, que consume en la calle sus ajadas vidas. Que protagoniza las colas del hambre. Que son el rostro vivo de la pobreza. Que no entienden de fastos navideños, ni de deseos de prósperos años.
No le he visto bien el rostro a mi nuevo vecino, pero igual es que ni me he atrevido a mirarle a la cara.
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