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Cuando esta pesadilla de epidemia acabe los supervivientes reconoceremos que también tuvo su lado positivo o, cuando menos, que nos enseñó cosas importantes sobre una vida de la que creíamos saberlo todo. La mayor, sin duda, será la fuerte subida que en nuestra bolsa de ... valores personales experimentará el disfrute de la libertad. La cual, como hemos comprobado, no es una solemne aspiración utópica esculpida en el frontispicio del templo de los derechos humanos sino algo tan sencillo como poder salir de casa e ir cuando, adonde y con quien te dé la gana, sin guantes ni mascarilla y sin importar lo petado que estén el bus, la callejuela de los bares, el súper, la cola de la degustación o el teatro. Pero su pérdida solo ha sido el principio. La penúltima etiqueta diseñada por la propaganda monclovita, con nombre de secta destructiva («Nueva Normalidad»), consistirá en tal anormalidad de la vida cotidiana tal y como la hemos conocido que muchas costumbres acabarán desapareciendo. ¿Quién querrá, por ejemplo, guardar telémetro en mano una larga cola hasta la Laurel o la San Juan con acceso regulado para meterse por debajo de la mascarilla con guante de látex un pincho servido a través de un agujero de la mampara, a razón de tres clientes por barra, suponiendo que el tabernero lo pueda soportar? Actividades no esenciales pero hasta ahora tan «normales» como salir a tomar algo, pedalear en grupo, asistir a una charla, ir al cine, a la peluquería, a la playa e incluso al médico, serán tan complicadas y desagradables que acabaremos desistiendo de realizarlas.
Retóricas de mercadotecnia gubernamental aparte, la «nueva realidad» española consistirá en que la mitad de la población vivirá de un Estado que no podrá recaudar lo suficiente para mantenerla ni exprimiendo a la otra media. Los pronósticos más sombríos (no muy patriotas pero bastante realistas) pintan una España superdeficitaria y maxiendeudada, con el tejido industrial muy dañado, el sector turístico arruinado, la pequeña y mediana empresa devastada, un aumento del paro inversamente proporcional a la caída del PIB, un control de la vida privada y unos ahorros huyendo al extranjero por miedo al rescate o la expropiación bajo un ejecutivo superado por la crisis que solo se sostiene por el estado de alarma que le permite gobernar por decreto. Una España, en fin, empobrecida y triste, habitada por resignados súbditos en libertad vigilada e ignorantes de nuestro estado inmunológico que nos evitaremos por miedo al contagio.
Saldremos de esta, claro, pero como se sale del accidente o la enfermedad muy graves, con secuelas, algunas permanentes. Con todo, confieso que lo peor de mi nueva normalidad particular serán los guantes y la mascarilla, cuando creía haberme librado para siempre de la vieja.
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