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Este es un día tonto, anodino, perdido en medio de estas santas fiestas que nos llenan el estómago y nos vacían el bolsillo. No hay aperitivo con los compañeros, ni comida con los amigos, ni cenas con la familia, sino una tregua emocional y estomacal ... en forma de tranquilidad, pollo a la plancha y yogur desnatado. Y como tampoco hay Gordo que echarse a la boca, volvemos a la pedrea de la rutina. Con el mantel de hilo secándose al sol, la mesa del comedor cerrada y la vajilla buena guardada hasta más ver, intento hacerme a este día que parece cualquier otro y me planto ante el ordenador: mira, me han entrado setenta y cuatro felicitaciones de Año Nuevo. Entre ellas, veo la de un tío que me arregló la persiana hace cinco meses, la de un observatorio de no sé qué fundación, la de una imprenta con la que no colaboro desde el siglo pasado y la de una óptica en la que me gradué las gafas cuando todavía veía de lejos. También me ha llegado la de un hotelito rural con encanto al que no volveré jamás, a no ser que se considere encantador equipar la habitación con una televisión anterior a la aparición de las privadas y decorarla en estilo remordimiento español. «Os deseo que el 2023 os traiga salud, prosperidad y muebles nuevos», les contesto.
Cierro el correo, leo los periódicos, me hago otro café y me pongo a trabajar. Tecleando, siento la misma desazón y la misma esperanza y el mismo dolor de espalda que un día normal, porque la mañana es normal, y el curro es normal, y la comida es normal, y la tarde es normal, y la cena es normal, y hasta la noche es normal, que ya no es buena pero aún no es vieja. Entre tantos días extraordinarios, este día normal resulta raro. Qué felicidad.
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