Confieso retrospectivamente mi emoción cuando asistí a cómo Podemos germinaba también en La Rioja. No había liderazgos al uso, para conocer cómo evolucionaba el proyecto había que acudir a un bar donde se reunía gente normal para debatir temas normales y todo tenía un aire ... asambleario y bienintencionado que contrastaba con un hábitat político viciado y cainita. Telegram, primarias, castas, círculos, nóminas de tres SMI. Incluso cuando Madrid tumbó confusamente y de tajo al secretario general elegido en La Rioja en febrero del 2015, el partido ganó enteros en el Ibex de la pureza. Un (presunto) fraude electoral, qué vergüenza, cuánto rigor. Lo que se desconocía entonces es que aquel episodio no sería anecdótico, sino el kilómetro cero de una ristra de conflictos que han llenado páginas de periódicos. Y no porque la prensa haya buscado hurgar en sus vísceras sino por la fijación que ha tenido Podemos (algunos de sus muñidores en paro, más bien) en su breve pero convulsa vida por las denuncias cruzadas y airearlas intencionadamente intentando sepultar al enemigo que ayer era el amigo más fiel. Litigios de todos los colores, por cuestiones laborales y de acoso, a nivel orgánico y en la justicia ordinaria, por dinero y contra la democracia. Aquí, en Castilla-La Mancha y más allá. Y todo, mientras su logo cuelga en los despachos de una Consejería en la que nadie contesta, la transparencia es opaca, uno se choca contra un pino, otra cobra un pastón por votar siempre sí y el PSOE consiente.

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