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Supongo que algunos de nosotros nos fijamos el miércoles pasado en un titular -«Amores que matan»- que albergaba Diario LA RIOJA y que daba paso a un reportaje sobre el comportamiento que hemos de practicar los humanos para con los árboles. ... Se aludía en el texto a que, por ejemplo, esa costumbre de abrazar a nuestros amados y fortachones vegetales verticales puede resultar hiriente para ellos, incluso llega a dar con ellos. Otra cosa que sabe un servidor, que de esto entiende muy poco.
En realidad, no paso de lo que uno, por ser de pueblo, ha aprendido de los mayores, que en cualquiera de sus fincas procuraban tener un árbol, sobre todo, en un terreno más bien árido para tener acceso a una sombra reparadora. Pocas imágenes tan bellas en nuestra tierra como la de una choza, un chozo o guardaviña sombreados en un llanura o en un altozano por un árbol frondoso, protector de personas, ganados y el can campero, compañero del alma, compañero (el árbol y el perro). Bastantes de ellos han desaparecido por la cicatería de tener un metro cuadrado más de cultivo, pero otros siguen ahí, conservados aposta por ser un recuerdo del padre, abuelo o bisabuelo que lo plantó. Casi nada. Por eso, aunque el menda se reconoce muy limitado en materia de silvicultura, estima en lo que vale el texto de la jota riojana: «¡Viva Logroño en redondo / con todas sus arboledas, / Cenicero y Fuenmayor / y toda La Rioja entera!».
Hoy los medios de comunicación insisten en los riesgos que implica a veces el turismo excesivo o la sistemática presencia del ser humano en los entornos naturales, que en ocasiones cambian a peor. Lo que ignoraba yo es que incluso las incisiones entrañables que los enamorados marcan en los árboles dañan a estos. Una de las señales que más me ha llamado la atención en esta vida -no sé si en la otra también se darán- fue la existente en la corteza de un chopo joven localizado en un paseo de Carrión de los Condes (Palencia) que ascendía hacia la iglesia de Nuestra Señora de Belén: consistía en un muy bello corazón coronado por un nombre de mujer. Regresé años después al mismo punto y la huella había crecido hermosamente. Algún día he de volver para ver si continúa ahí, aún mayor, ese signo positivo.
Conviene que nuestras prácticas para con los vegetales en parques, paseos, bosques, montes, barrancos, llanos, sean delicadas. Nos va en ello una buena parte de nuestro futuro. Y no nos importe tener que dejar a un lado la costumbres de grabar mensajes en sus cortezas, lo cual no ha de impedir que sigamos enamorados de la melodía y la letra de la jota antigua: «Ya tienen todos tu nombre / los chopos de La Ribera: / los escribí con la punta / de mi navaja campera».
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