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Esta madrugada, a las 3 serán las 2. Podremos dormir una hora más. Vale. Como si pudiéramos hacer otra cosa por las noches, ahora que tenemos sobre nuestras cabezas el toque de queda. O «esa limitación de la movilidad nocturna», como quieren llamarlo en Galicia. ... Es el nuevo «ese señor del que usted me habla». Los gallegos y sus eufemismos. Y sus plegarias: «Que no se rompa la noche, por favor, que no se rompa», cantaba otro gallego, el que nació en Madrid y emigró a Miami. Pues se ha roto. Por lo menos, una temporada.
La noche se rompe y yo vuelvo a la adolescencia: tras muchos años bajo el yugo del heteropatriarcado opresor, una lleva el toque de queda tatuado en el hipotálamo, que servidora siempre ha tenido hora de llegada a casa. Y bien temprana: mis amigos seguían de farra cuando yo ya estaba en el sofá, en pijama y zapatillas, por orden gubernopaternal. Sin posibilidad alguna de recurso de alzada o de reposición, la niña zangolotina apuraba la cerveza, las risas tontas y los minutos que le quedaban para llegar a casa, y abría la puerta asfixiada y mosqueada, temiendo que se estaba perdiendo lo mejor. Porque lo mejor siempre pasa de noche, cuando vagabundeamos por las calles casi vacías con el cuello del abrigo subido y los pies fríos, peregrinando de un bar a otro, sabiendo que lo que hacemos en las sombras es mucho más divertido que lo que hacemos en la luz. Y merendar no es divertido, a no ser que cambiemos el té con pastas por un Martini con aceitunas. Entonces, a lo mejor, nos transformamos en un escritor maldito que se emborracha solo en casa en una tarde idiota. Si eso me llevara a escribir como Scott Fitzgerald, lo firmaba ya. Pero me da que solo me va a llevar a la Betty Ford.
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