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Hay una cosa grandiosa de la infancia que es la sensación de invulnerabilidad, la idea clarísima y cristalina de que, en el fondo, nada verdaderamente malo nos puede suceder. Uno podía hacerse una herida en la rodilla al caerse de la bici, o lucir puntos ... en la cabeza después de un golpe jugando al fútbol, pero el drama no pasaba de ahí. Yo recuerdo estar sujetándome el brazo roto en una sala de espera verde y silenciosa y pensar únicamente en lo que habría para merendar en cuanto llegara a casa. No sé cuándo empecé a mirar al trampolín de la piscina de manera sospechosa, ni en qué momento dejó de ser buena idea subirse a la atracción más grande y vertiginosa de las barracas, pero ese instante traza una línea de tiza entre el niño y el adulto, y es como sentir una sombra en la espalda, porque es una concesión, una auténtica derrota.
El verano tiene la capacidad de llevarnos un poco hasta la niñez, es un chispazo en la noche, un parpadeo, pero durante las vacaciones volvemos a recobrar esa despreocupación feliz, abrimos el álbum de sensaciones que nunca se fueron del todo y que quedaron ocultas debajo de capas y capas de cosas, como esa silla que teníamos en la habitación de nuestra adolescencia.
Es el verano más raro de nuestras vidas, y yo me peleo internamente con ese crío rubio y flaco que está feliz porque hace bueno y no tiene obligaciones. Este tiempo de la responsabilidad individual es la coartada perfecta para nuestros gobernantes, que van a lograr diluir su sarta de insensateces con las nuestras, una jugada maestra. Lo que se ve por las calles es alarmante, pero yo he tirado la toalla; me ha costado comprender que el ser humano es así. Será por esta magia del verano por la que la gente vuelve a disfrutar y a salir como si nada, como si los aplausos en los balcones y lo de 'Resistiré' fueran los hilos deslavazados que nos deja una pesadilla al despertar; ahora comprobamos de verdad lo que resiste la gente en cuanto hace 30 grados: nada.
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