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Hay una cosa grandiosa de la infancia que es la sensación de invulnerabilidad, la idea clarísima y cristalina de que, en el fondo, nada verdaderamente malo nos puede suceder. Uno podía hacerse una herida en la rodilla al caerse de la bici, o lucir puntos ... en la cabeza después de un golpe jugando al fútbol, pero el drama no pasaba de ahí. Yo recuerdo estar sujetándome el brazo roto en una sala de espera verde y silenciosa y pensar únicamente en lo que habría para merendar en cuanto llegara a casa. No sé cuándo empecé a mirar al trampolín de la piscina de manera sospechosa, ni en qué momento dejó de ser buena idea subirse a la atracción más grande y vertiginosa de las barracas, pero ese instante traza una línea de tiza entre el niño y el adulto, y es como sentir una sombra en la espalda, porque es una concesión, una auténtica derrota.

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