Siglos antes de que Mafalda de Castilla fuera a dar con sus huesos en el monasterio de Las Huelgas Fernán González, el Buen Conde, ya había roto los suyos, los de invasores islámicos y colindantes por las tierras de Lara: «Que moros nin cristianos non ... le podían vencer».

Publicidad

La morisma de la mocetilla es una treintena de vacas avileñas, que pastan por el mismo Alfoz, hoy salón de juegos de sus vacaciones. Las vacas son su terror y su fiesta. Convive con ellas porque para eso ha aprobado, para ir al pueblo y perderse sin control. En la era sube al trillo y recoge su estiércol. Una coz de izquierda vuela el caldero por los aires y la nena reparte trallazos. Las guía en el acarreo de la paja y pincha en hueso con la ijada. Que sepan quién manda. Y se espantan. No congenian y esta noche tiene un problema: va de adrera. Su vecina la Regina le ha pedido que haga su turno, sólo es una noche.

– Hijita, sé generosa. Ya sabes que está muy enferma.

Mamá todo lo ve fácil, es una santa. Solo una noche, esta noche tan limpia que el ronronear de los topos suena como un aplauso hacia la belleza que se duerme, el sueño que acecha, el enigma que despierta, negra noche con estrellas en las astas. La mocita se arrellana rebozada en mantas, butaquita de cine al aire libre.

– Tú te duermes y a soñar con los angelitos.

Ir de adrera es ir a soñar con ángeles moruchos. Los boyeros llevan al monte los novillos y los becerros; los bueyes y las vacas de labor quedan cerca de los sembrados, listas para fichar. Los adreros cuidan este ganado por turnos vecinales, sin distinción de sexo ni edad.

Publicidad

– Y si tienes miedo, rezas.

Reza y comparte la salmodia de quejidos, ronquidos, derrapes y lamentos de las reses. Le aterra la oración de esta congregación de máquinas de labrar y cosechadoras de leche. Sueña que despierta y todavía es pronto. La oscuridad de la noche se la comen las estrellas y a la cría la desazón le come la madrugada. Es una calandria que ha olvidado si hay día siguiente. Abre los ojos y choca con la luna. El espanto la transporta arriba del cielo, se ve más muerta que una chuletón de añojo. Salta una liebre y su resplandor traza un ángulo con la Vía Láctea, camino de Santiago de ida y vuelta.

Amanece y la vacada se viste de arados, trillos y carrocerías de arrastre. La nena vuelve pimpante a casa, con su lacito blanco apuntalando el tirabuzón vertical y tropieza con una vecina de pañolón, saya negra y una hoz en la mano.

Publicidad

– ¡Mira la señoritinga! D'adrera te metía yo pa'que se t'abaje el moño.

La niña desata el lazo y se lo tira a la comadre, que lo engancha al vuelo.

– Hala, de regalo. Pa su nieta. Yo ya soy adrera.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

¡Oferta 136 Aniversario!

Publicidad