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Las nieblas llegan con el invierno, ocultan el sol y entorpecen la visión. A la política española hace meses que llegaron las nieblas. Los ciudadanos nos movemos entre ellas sin llegar a ver la claridad. Miramos sin ver y con la ansiedad que produce la ... incertidumbre. Entramos en las tinieblas en abril y tras las elecciones de noviembre no podemos decir que el tiempo haya despejado.
Hay una sensación rara, una tensión crispada en las conversaciones cotidianas. Las preocupaciones debieran centrarse en los problemas sociales que nos agobian: la injusticia de la reforma laboral que propicia el despido por baja médica, reforzar el sistema educativo y la sanidad pública perjudicada por tantos recortes, garantizar las pensiones, evitar la precariedad laboral y los salarios que no permiten una vida digna, el acceso a la vivienda, la inversión productiva, la preservación del medio ambiente... En fin estas cosas de las que depende nuestro bienestar colectivo. Sin embargo, desde que el problema identitario se colocó en el centro de la política, desde que comenzaron a agitarse las banderas como único argumento, el sosiego y la exploración de lo que nos une se ha dinamitado incluso entre los amigos. Hay cosas de las que ya no se puede hablar ni tomando un café con ellos porque los argumentos no sirven, se imponen las emociones, el a bote pronto que surge del impulso. Nadie escucha al otro, nadie reflexiona sobre los motivos del contrario. Se parte de la base incuestionable de que uno tiene razón porque lo siente así, no porque la tenga. En ese momento los oídos se cierran, no se precisan razones.
En este clima se llega a la desmesura expresada por Nuria Martí, miembro de la CUP, que ha llegado a decir que no cree en los derechos individuales ya que para ellos, para los independentistas, «los límites no son nunca ni los derechos individuales ni la ley impuesta. Nuestro límite es la razón, porque la tenemos». Exactamente igual ocurre en el otro extremo, con lo cual, haciendo oídos sordos, hemos entrado en un bucle infernal que no tiene pinta de acabar.
Pese al anuncio de un pacto sorpresa entre PSOE y Podemos, las dudas de si habrá gobierno no se disipan ya que la suma no alcanza. Si todos se atribuyen la razón suprema, esto puede acabar fatal. Si nadie entre los constitucionalistas cede en sus postulados maximalistas, la consecuencia es que Esquerra Republicana resulta imprescindible. Muchas de sus exigencias resultarán imposibles ya que el límite es la legalidad constitucional. El independentismo, aunque dividido, sigue sin querer reconocer que la vía unilateral ha sido un fracaso. Un órdago jugando de farol, como dijo la exconsejera Clara Ponsatí, actualmente huida a Escocia. Estos días han seguido jugando a aparentar que burlan la legalidad pero sin llegar a infringirla porque ya conocen las consecuencias, siempre las supieron. El Tribunal Constitucional lleva tiempo advirtiendo de los límites del Parlament hasta que se canse. Para un espectador imparcial resulta patético este espectáculo de hacerse los valientes sin serlo. Ahora ya no se van a atrever a desafiar al Estado como antes, pero sí a jugar irresponsablemente a tensionarlo. Están todo el día en el teatrillo, incapaces de reconocer su mentira. Ellos tampoco suman, son menos de la mitad de la población catalana.
Soy pesimista respecto a un posible acuerdo de investidura y mucho más sobre la consecución de un gobierno estable. Hablar se puede hablar de todo pero no se puede negociar la independencia ni el camino para lograrla. Ningún presidente del gobierno, ni tampoco Pedro Sánchez, por mucho que le insulten sus detractores, va a aceptar la fractura del estado español. Así que si nadie quiere nuevas elecciones, todos deberán demostrarlo. Tendrán que escucharse unos a otros a ver si, por fin, despeja la niebla.
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