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Recuerdo la primera vez que vi una persona negra, se trataba de un hombre joven leyendo un periódico en el casino de mi pueblo. Yo tendría ocho o diez años y en cuanto se corrió la voz todos los niños hicimos cola para asomarnos a ... la puerta y verlo de cerca. Nunca olvidaré que levantó la vista y me obsequió con una gran sonrisa de dientes blanquísimos. Pocos años después tuve que convencer a mi padre de que el médico que operaría a mi hermana Ramoni era tan fiable como otro cualquiera, a pesar del color de su piel. Ni que decir tiene que mi padre siempre refería que aquel doctor era una eminencia, muy educado y por supuesto, que dominaba el español mejor que cualquier andaluz.
Pero una cosa son los negros, que eran igual que nosotros y otra cosa los negritos. Los negritos eran seres imaginarios que vivían en países de nombres caprichosos como Congo o Tanzania y que si pasaban hambre se les ponía la barriga muy grande. En el colegio de monjas en el que estudiaba nos distribuían una revista infantil que se llamaba Aguiluchos (que aún existe), la editaban las Misiones en África y su fin era recaudar dinero para estos niños y niñas. Incluso en las casas las madres nos decían que no se podía desperdiciar la comida, que pensáramos en los negritos. Yo no imaginaba como aquellas lentejas que yo no tragaba iban a viajar hasta sus chozas. Porque se alojaban en chozas, no tenían muebles, ni zapatos ni ropa y en las estampas se les veía muy tristes, con la cara llena de churretes y de moscas.
En mi barrio no había chozas, pero había cuevas, la vida era complicada y muchas familias no llegaban a final de mes y pedían fiado en la tienda. Aunque nadie se tenía por pobre, así que cuando pedíamos limosna para los negritos casi todo el mundo te daba una peseta o incluso un duro. Lo cierto es que la mentalidad infantil mezcla la fantasía y la realidad y yo, por ejemplo, no comprendía por qué la Virgen de la Piedad, tan milagrosa, no solucionaba el problema. Aparte de la revista, las monjas también nos ilustraban con diapositivas impactantes, que nos hacían llorar a las más sensibles pero que no impedían que cinco minutos más tarde saltáramos, alegres, a la comba.
Les cuento todo esto porque es la misma sensación que tengo después de haber visto las lamentables imágenes de la frontera de Melilla. Cuerpos de personas negras, amontonadas en el suelo, a pleno sol, unos agonizando, otros sin vida y a los que la policía marroquí golpea con sus porras. Sin olvidar las fosas comunes donde los han enterrado sin nombres ni ceremonias.
Pero todo el mundo no opina igual. Ahí tienen a Pedro Sánchez que ha felicitado a la policía marroquí y ha justificado la muerte de casi 40 personas con el argumento de que son mafias organizadas. Por lo que he investigado, parece ser que ese no es el modus operandi de las mafias, sino que se trata de jóvenes desesperados que huyen de la guerra, la violencia y el hambre.
En cuanto a la sociedad, igual que aquella vez hicimos cola para ver un hombre negro, hoy la hacemos para no ver la tragedia que está ocurriendo en nuestras fronteras. Aunque nadie mire esos negritos son de carne y hueso. Como tú y como yo y, dicho sea de paso, como el presidente del Gobierno.
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