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La razón dejaría de tener sentido sin una dosis de sinrazón. La estampa de los negacionistas del coronavirus a grito pelado en pleno centro de Madrid ha provocado una inevitable reacción de condena e incomprensión en el bando de la responsabilidad social. Tampoco es para ... tanto. De hecho, la indignación de quienes se escandalizan por una protesta tan bizarra es precisamente la gasolina que nutre a los incrédulos. La creencia de que la pandemia no es tal, que el confinamiento, la obligación de llevar mascarilla o las muertes por cientos son un montaje del sistema para coartar la libertad individual o alimentar no sé qué otros turbios intereses no deja de ser una versión más de otras presuntas conspiraciones. Desde la que sostiene que la tierra es plana, hasta que el universo está dominado por una élite maléfica o que las vacunas, lejos de curar, envilecen el cuerpo. Sospecho que quienes niegan el COVID también rechazan a la vez otras evidencias científicas y convenciones sociales como si todo fuera un pack. Antes no era difícil militar en el escepticismo porque resultaba complejo contrastarlo. Internet y la globalización de la información deberían haber zanjado las dudas, pero lejos de ello han fomentado la retroalimentación a escala mundial. No faltan expertos (sic) en la Red que avalan lo que uno quiera creer y hasta figuras públicas dispuestas a alinearse con cualquier memez con tal de publicitarse. La mejor fórmula para desactivar tanta locura no es entrar en su juego sino, simplemente, ignorar a los que la alientan, Así que, en cuanto lea esto, olvide de qué le hablo y tírelo a la basura.
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