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Hay que acabar con los negacionistas. Con el vocablo en sí mismo, porque tenemos la dicha de hablar uno de los idiomas con mayor diversidad lingüística, que derrocha generoso un ramillete de términos propios para referirnos a ellos. Obstinados, testarudos, obcecados, tozudos, cabezotas, cerriles, borricos, ... recalcitrantes..., por ejemplo, a los que se muestran descreídos ante hechos científicos: el cambio climático –a pesar de la repelente Greta Thunberg– y el coronavirus, léanse el presidente brasileño Jair Bolsonaro, que a saber a cuántos desgraciados ha infectado por ir dando abrazos sin protección alguna (y cuáles son las estadísticas reales de su país, las que no se atreven a entrar en las favelas), o el líder del mundo libre –lo que hay aguantar–, don Trumposo, que hace escasas semanas se dejó ver en público con mascarilla por primera vez desde que empezó la pandemia en Estados Unidos.
Nuestra lengua también da saque con raya al inglés para calificar a quienes impugnan acontecimientos históricos como el Holocausto nazi y el terrorismo etarra. Canallas, sinvergüenzas, mezquinos, miserables o rastreros son algunas de las múltiples voces a nuestro alcance.
Pero es que, además, la RAE brinda un buffet libre de términos –sírvanse ustedes– con los que señalar a quienes refutan los impagos de los ERTE, desprecian la ayuda crucial de Alemania para sobrevivir en la UE e intentan estabular a los periodistas como al ganado e intervenir la libre información: cuentistas y censores.
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