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Una catedral, como Notre-Dame, no se termina nunca. Los plazos de las catedrales no son los nuestros, los del individuo, que se hacen y deshacen en unos cuantos años, en lo que le puede costar a una catedral sólo el cambiar su girola, ... o el pintar los frescos de una sola de sus capillas. Añadir una planta nueva en una catedral equivale a decenas de nuestras vidas. Una catedral, como Notre-Dame, no se corresponde con nuestra escala. Ni temporal, ni autoral. Pues el hombre, artesano de turno, en su acción puntual se ve rebasado en este caso por el curso y avatares del tiempo: definitivo maestro de obra. Y el hombre, su peón. Sin embargo, están llamados a operar en paralelo. Son los siglos y los hombres agentes que paradójicamente parecen trabajar en la elevación a la vez que en la consunción del edificio. De ahí su fragilidad, por gigantesca que sea su estructura. El más mínimo desajuste, un error o un accidente y quedará reducido a una zona cero: tiempo cero, lugar cero. Un idéntico regreso a las cenizas se ha verificado en muchas de nuestras construcciones, indistintamente del material -o inmaterial- del que estuvieran fabricadas; de su resistencia o de su tensión.
Tanto es así, que una catedral que aún se mantiene en pie constituye un éxito de la ingeniería humana, a pesar de ésta. «El tiempo es ciego, el hombre es estúpido», recordaba el narrador de Nuestra Señora de París al inicio del capítulo dedicado a la arquitectura de «la vieja reina de nuestras catedrales». La frase es una versión de la sentencia de Ovidio en su Metamorfosis (XV): tempus edax, homus edacior, «el tiempo roe, el hombre roe aún más». Victor Hugo abría el deslumbrante libro tercero de su novela con una reflexión entre irónica y pesimista, trágica en definitiva, sobre las sucesivas metamorfosis de Notre-Dame, desde sus orígenes hasta los anexos del XIX, de los que abominaba. Razón por la cual, seguramente, quiso como venganza poética coronar sus torres gemelas con una contrahechura: un ser de columna desviada, cabeza hundida entre los omóplatos y una pierna más corta que la otra, pero bello en su armazón interno, intacto en su polvo enamorado. Su más hermosa gárgola. La que sin esculpirse vimos siempre asomada en lo más alto de Notre-Dame.
El narrador de Victor Hugo concluirá en que, entre «las diversas señales de la destrucciones impuestas al antiguo edificio», en medio de su competencia no declarada por degradarlo, «la parte del tiempo sería la menor, la peor sería la de los hombres»; sin embargo es el hombre su ideólogo y su aparejador. No comparte el hombre los plazos de ejecución de una catedral como Notre-Dame, está dicho, pero en la aspiración del monumento ve invertido y proyectado su ánimo. Una catedral, como Notre-Dame, es un punto cardinal del anhelo humano. Un núcleo entorno al cual la urbe y sus habitantes orbitan; alrededor del cual nos reunimos llamados por su toque de campana, y nos reconocemos. Y recordamos quiénes, cuántos y qué somos: peregrinos de nuestra propia existencia. Orson Welles, en una sobrecogedora digresión de su película Fake, evocaba delante de Chartres, la otra Gran Señora, cómo una catedral representaba la más perfecta construcción de nuestra futilidad grandiosa. Afirmaba Welles, oraba Welles, diría, que la creación, que el canto épico, que el gozo, que el formidable bosque de piedra de Chartres (sic) era una gloria anónima que exaltaba la Gloria de Dios y la dignidad del hombre, y que -sigo citando 'versículos' de Welles- sería el artefacto testimonial que elegiríamos los humanos para que quedara en pie cuando las ciudades ya sólo fueran polvo (como el esqueleto de Quasimodo, añado); como prueba de lo que una vez conseguimos. Y que eso, el levantar edificios como una catedral, es una voluntad irrenunciable, atávica; pues aunque «nuestras obras de piedra, pintadas o impresas, apenas perduran más de unas décadas, o un milenio o dos», y constituyendo una certeza que «todo debe caer, o consumirse hasta el final en ceniza universal», también es cierto que los «artistas muertos, desde el vivo pasado» claman para que, siendo honestos, y aun conscientes de que «nuestros cantos cesarán», sigamos cantando.
Así que ahora, cuando regresemos a París, podremos decir, más solidarios que nunca de sus avatares, que vamos a ver cómo van las obras de Notre-Dame. En construcción desde el siglo XII. Señora mía. Y seguiremos cantando.
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