Después de todo lo que ha llovido esta noche, sabes que has tenido suerte. Mucha. Y das gracias de que no te haya tocado a ti: tu calle, aún no sabes por qué milagro, no se ha inundado mucho; tu casa ha aguantado bien. Encuentras ... un par de goteras en el techo y algo de agua que se ha colado por los ventanales del comedor, poco más. Nada que unos cuantos trapos no puedan solucionar.
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Recoges las toallas empapadas del suelo y echas un vistazo al móvil. Tienes un montón de mensajes: los amigos de fuera te preguntan si estás bien, los de aquí te envían fotos de sus calles convertidas en canales, de sus casas inundadas. «Nos hemos tirado toda la noche achicando agua, no había forma de pararla», dicen. Y ves muebles de oficina flotando en los despachos y mesitas de café nadando por los salones. Pones los informativos y las imágenes son mucho peores: campos empantanados, coches destrozados, viviendas derrumbadas, ríos que se desbordan y mares que devoran playas y paseos. Es una película de Roland Emmerich, es el paisaje después de la batalla entre el cielo y la tierra. Y es desolador.
Ha dejado de llover y el sol ha salido, pero ese cielo despejado es una trampa: aún hay peligro de riadas, mucha gente permanece incomunicada, sin luz y sin agua, y cientos de vecinos siguen desalojados. Ha sido un final de verano abrupto y cruel, tan cruel que se ha llevado la vida de seis personas. Porque en esta tierra de excesos donde se pasa de la sequía a la inundación sin transición alguna, pocas veces la lluvia es dulce y mansa. Por eso, como los galos, lo único que temes es que el cielo te caiga sobre la cabeza. Y por eso, al ver las toallas colgadas en el tendedero, ya casi secas, piensas de nuevo en la suerte que has tenido. Al menos, esta vez.
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