Aunque la natalidad acumula en nuestro país catorce años de incesante caída, fue toda una señal de alarma que, con la pandemia, agudizara esa tendencia hasta hundirse el pasado ejercicio en las cifras más bajas desde 1941, en plena posguerra, de cuando datan los primeros ... registros. Todavía resulta más llamativo e inquietante que, partiendo de esos niveles ínfimos, los sustanciales avances en el control del COVID no hayan ayudado a revertir la situación ni siquiera de forma modesta. El primer semestre se ha cerrado en mínimos históricos –159.705 nacimientos, 986 en La Rioja–, sin que ningún indicio permita asegurar que el suelo tocado ahora no va a ser perforado a corto plazo. Al contrario. Las incertidumbres económicas provocadas por la guerra en Ucrania se suman a los factores estructurales que aplazan la decisión de tener hijos, cuando no disuaden de ello, y que han generado un serio problema demográfico cuyas consecuencias empiezan a ser visibles. Las profundas transformaciones sociales registradas en el último medio siglo –desde la masiva incorporación de la mujer al mercado laboral hasta una renovada escala de prioridades en el desarrollo de los proyectos vitales en la que la paternidad ha perdido protagonismo– explican el desplome de la natalidad. En ese periodo, solo se ha interrumpido la línea descendente entre 1998 y 2008, una época de fuerte crecimiento económico y del empleo –hasta que estalló la Gran Recesión– que coincidió con una fuerte llegada de inmigrantes. La generalización de empleos precarios y con bajos salarios entre los jóvenes, los prohibitivos precios de la vivienda y las múltiples trabas a la conciliación forman un círculo vicioso que conduce a un imparable envejecimiento de la sociedad. Es necesario salir de él cuanto antes. Resulta difícil resolver un problema si antes no se ha asumido su existencia. Las instituciones han tardado en detectar la trascendencia de la crisis demográfica y en articular medidas, como mejoras en los permisos de paternidad y maternidad y las ayudas por hijos, que van por el buen camino, pero que para surtir efecto requieren cambios de calado en la calidad del empleo, el mercado inmobiliario o los horarios de trabajo. Y también un mayor equilibrio en el reparto de las tareas del hogar, lo que no depende de los gobiernos, sino de una efectiva concienciación en la igualdad. De los avances en esos ámbitos depende nuestro presente y, sobre todo, nuestro futuro.
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