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Hubo un momento, no sabemos exactamente cuándo, pero de la infancia de la humanidad, en la que el homo habilis o el erectus, uno de aquellos parientes nuestros, en un receso de la caza asomó medio cuerpo sobre el río para saciar su ... sed y vio que en la superficie del agua se movía algo. O alguien. Y que replicaba cada gesto suyo. Cierto que de una manera imperfecta. Lo que fuera aquello no acababa de fijarse con claridad por el curso del agua, accidentado a causa del resalte de los guijarros y de la corriente. Quizá enturbiado por el limo que arrastraba con ella. Había descubierto el espejo. Y recibido el primer mensaje de su propio rostro. Pero también del 'otro' que habita en el lecho de ese mismo rostro. Una particularidad de la especie: el «doble». Inestable e inconexo. Acuoso. Aunque al aquietarse el caudal, el fantasma acababa por recuperar, al menos durante segundos, su forma. Como lo harían muchas eras más tarde los androides de Terminator, bruñidos con metal líquido, reabsorbente tras sus continuas licuefacciones. De 'monstruosa' podría, pues, calificarse aquella primera impresión. La criatura de Frankenstein, que recorrió en tiempo récord la sutura de nacimientos y muertes en un mismo cuerpo y las etapas de humanización, recordaba con exactitud lo que supuso el reflejo traumático: «¡Cómo me horroricé al verme reflejado en el estanque transparente! ¡En un principio salté hacia atrás aterrado, incapaz de creer que era mi propia imagen la que aquel espejo me devolvía! Cuando logré convencerme de que realmente era el monstruo que soy, me embargó la más profunda amargura». Y de hecho, en la versión cinematográfica (¡el cine!, hablando de espejos y reflejos), Boris Karloff intentaba borrar con su manaza, sin conseguirlo, la imagen que le devolvía el lago. El caso es que con el espejo, con el efecto espejo, se le empezó a ver la cara a la conciencia; hubo quien quedaría condenado de por vida a consistir sólo en su propia imagen reflejada (cierto joven mitológico, bastante narcisista); se inventó la primera pantalla conviviente (la cueva se vería amueblada en pocos siglos con muchas más, incluso llegaría el Palcolor) y en general comenzaron el noventa y cinco por ciento de nuestros problemas, que son problemas de espejo, de imagen. Y de su doble fondo. El espejo que atravesaba Alicia, comparado con el gabinete de espejos en el que vivimos confinados actualmente, es una escenografía simple. Ahora mismo deambulamos, dando palos de ciego, en la barraca de La Dama de Shanghái. Buscándonos, chocando contra nosotros mismos, disparando a reflejos, especulando. Al final, haciéndonos añicos. Los especialistas en trastornos especulares han denominado «Fatiga de espejo» a esto que nos ha (tras)pasado en este año en que hemos vivido telemáticamente. Una secuela de la pandemia que nos ha devuelto al punto cero de las negociaciones con el estatuto de nuestra imagen, o con su átomo; es decir: lo que queda de esa imagen, o perfil o avatar, o lo que sea, en el mosaico de la actual pantalla del ordenador, o de la tablet, o del iphone: los espejitos mágicos de última generación. Nos asomamos a todos ellos y su superficie nos retorna una reverberación. O una mezcla de ruido y reverberación. De rutina, de mostración, de sobreactuación. Agotadora en su videoesfuerzo y su teleconferencia. Y entonces, volviendo al instante primigenio: si ya era difícil –como advertía el filósofo– bañarnos dos veces en el mismo río, cómo no lo ha de ser reflejarnos dos veces, o doscientas, en la misma imagen que nos retorna. No digamos en este momento en que las aguas bajan tan revueltas y tan turbias y tan Zoom. Este tipo de fatiga Lazarov que nos acaban de diagnosticar concluiría, de cumplirse el mito, a un vértigo, el mismo que provocó que Narciso acabara por arrojarse al remolino de su propia imagen. Estamos, en fin, que no nos aguantamos, vaya. Los especialistas vuelven a recetarnos más radio y menos televisión. Como el título de la novela de Agatha Christie: El espejo se rajó de parte a parte.
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