El magnate Elon Musk ha revestido su nada amistosa operación para intentar hacerse con el control en su totalidad de Twitter –red social de la que ya es el principal accionista– con la necesidad de «transformar» la compañía para que deje de estar cotizada y ... con la defensa de la libertad de expresión como «un imperativo social para una democracia funcional». Nadie que crea en los valores y principios del pluralismo y la convivencia puede discutir esa última aseveración del propietario de Tesla. Pero convendría no utilizar en vano la trascendencia del derecho a manifestarse de forma libre e independiente con el objetivo aparente de legitimar una maniobra puramente empresarial de quien aspira a tomar las riendas de una vía de interacción social tan global como discutida, en cuanto a determinados comportamientos que acoge y alienta. La vigilancia de la SEC estadounidense hacia las conductas e intenciones financieras de Musk y la utilización que él mismo ha efectuado de Twitter para sacudir opiniones –y con ellas, el mercado– no solo no alimentan la pureza de la libertad de expresión. Subrayan también hasta qué punto esta puede esgrimirse en beneficio propio camuflándola de elevados ideales.

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