Ir de museos

Una de las últimas veces que pisamos un museo (de los de verdad, de los de stendhalazo y tentetieso) fue este verano. Y fue El Prado, como cualquier familia de provincias que viaja a Madrid. Y fue con guía, como cualquier familia de provincias que reconoce que su cultura es más basta que vasta. Acalorados, lo visitamos una mañana de agosto: mi santo y yo, entusiasmados; el heredero, enfurruñado; la guía, en arrebato artístico, casi místico, que estaba a dos meninas de que le salieran estigmas en las manos. Durante una hora paseamos entre viejos conocidos hasta que llegamos a «El lavatorio» de Tintoretto, una obra en la que no habíamos reparado en ocasiones anteriores, ya fuera por dejadez, por las prisas o por las ganas de visitar otro museo. El Chicote, probablemente, que allí también hay obras maestras.

Visto frontalmente, sorprenden la composición dispersa y los espacios vacíos. Pero, cuando lo miras desde el lateral, lugar desde el que estaba concebido el cuadro para ser contemplado, se produce el milagro: de repente, todo se ve en una perfecta disposición diagonal, y salta la sorpresa, y la maravilla te deja boquiabierta. En un momento en el que estamos a punto de montar un museo de memes para recoger el espíritu de la época, no me extraña que los franceses salgan mareados de tanta contemplación artística. Será por eso o por el agua con misterio. Je ne sais quoi.