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El miércoles me llama Jesús López Araquistáin -arquitecto, dibujante, fotógrafo y, en general, amigo de los de gran angular- y me dice, sabiendo me va a gustar, como las viejas canciones dedicadas de la radio, que en Muro de la Mata, de donde es vecino, ... acaban de dejar al descubierto el bajo de un local comercial, los almacenes San Carlos, y que lo que ha salido a la luz es «como en Roma de Fellini, ¿te acuerdas?, la secuencia en la que aparecen las pinturas en las obras del Metro». No me voy a acordar: sueño con ella. Nada ha mostrado mejor la fragilidad de la piel del arte (y de cualquier otra superficie de la creación humana); lo fácil que resulta el que se borre lo que fue impreso un día, al simple contacto con un oxígeno posterior, o con la luz, o con el simple aliento. Roma de Fellini: en uno de sus episodios se cuenta cómo los obreros que trabajan en las obras de una nueva línea de Metro, debajo de la Vía Appia, cerca de Porta de San Sebastiano, al taladrar uno de los estratos descubren las estancias de una domus con sus paredes decoradas con unos frescos intactos. Un friso de retratos bellísimos de todo el elenco del primer pasado de la ciudad. Rostros que no sólo figuran, sino que miran a sus tardíos descubridores, y a los espectadores, cual fantasmas que llevaran siglos esperándoles. Rostros que tienen incluso la cara de quienes los han descubierto. El espectáculo dura nada, porque es perforar y las pinturas se empiezan a desintegrar a la velocidad de la luz, literalmente. Los obreros van seguidos por un equipo de cine que al filmar, en vez de fijar, contribuye a la desaparición. El friso se borra a veinticuatro imágenes por segundo. La propia Roma de Fellini, impresa en celuloide, también podría borrarse, por las mismas. Les ha pasado a otras películas. Sólo son plástico. Salí escapao para el Muro de la Mata, por si aquello se borraba. Por el camino llamé a Justo para que, si estaba por los andenes del Espolón, hiciera una fotografía -la que ven aquí- del 'resto arqueológico', que Justo entendió como la fantasmagoría que es, ahuecada en el centro de la ciudad, en lo que en otro tiempo estuvo a pocos portales del Danubio (el Bar, digo), en la Cortina del Mediodía logroñés. Me asomo, sorteando los reflejos de ese mismo mediodía en el cristal del bajo, y surgen unas paredes estampadas que constituyen un ejemplo perfecto del románico tardío de puestos de zapateros o de vendedores de periódicos, de porterías, de taquillas y de camerinos. Se trata -hablando del espectáculo- de una cámara oscura con varias capas superpuestas de la cartelera de los años sesenta, y de su papel pintado: la era de mi ciudad cuando yo nací, mi subterráneo. Se distinguen, pegados unos junto a otros, el «Arte y Ensayo» y las «variedades arrevistadas». Llevan durante décadas conviviendo en la oscuridad del local, encolados en su paño de pared más profundo, el estreno en el Atenea de la película El ingenuo salvaje, patrocinado por un «Centro Cultural Cinematográfico», con el «Radio-Teatro» de Salvador Hervás, el famoso productor de Circo y atracciones de Catarroja, presentando a «Los Gildos, catedráticos de la gracia», bajo la máxima «Reír es un placer» y la promesa de una «carcajada incontenible». En la falda del cartel de El ingenuo salvaje sobresale el nombre del director y actor Ricardo Lucía, que traería al Bretón algún drama de Miller, o de Rattigan. Y en frente, a pared completa, ribeteado por un marco de estrellas blancas sobre fondo azul, el gran Cassen, a la cabeza del «súper espectáculo cómico musical ¡Es... broma!», que había estrenado en 1964 con el éxito acostumbrado en el Victoria de Barcelona, en pleno Paralelo. Aquello de la broma que tanta fama le había dado en la tele y en los discos, cuando grababan discos los cómicos, Gila, Emilio el Moro, Tip y Top, él. Y aparece en el cartel todo el escalafón, una distribución extinguida de característicos: la primera vedette (Mari Carmen Casas), las siguientes vedettes, de nombres fantásticos (Anita Luna, Jutta Bayer), el galán cantante (Franky), el actor (Omar Tiberti) y el galán cómico (Emilio Ramos). Más el cuerpo de baile, ni más ni menos que un ballet francés que se anuncia como «Les Doriss Girls». Dos funciones diarias. No es broma. Y Cassen: espectral, alegría arrevistada, aún se le oye su voz de Plácido. Una señora de Logroño de toda la vida pasa y me dice que allí en tiempos hubo artistas. Ayer, día de los Museos, volví a visitar esta gruta por la noche, iluminada por la linterna del móvil. Se borrará.
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