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Pensando en aliviar la calorina, vemos Borgen. Reino, poder y gloria, que transcurre en el frío. Pero, sorpresa, resulta que trata del calor. De varios calores superpuestos. Combustionando entre sí: el sofoco de la perimenopausia de Birgitte Nyborg y el calentamiento global. Y sobre esta ... doble plancha arde el glaciar ártico, que lleva años de retirada. Todo esto es lo que late de fondo en la última época de Borgen, cuya trama principal es la gestión de un climaterio expandido: hormonal, atmosférico y geopolítico. Flotan en superficie asuntos de partido, de gobierno, ideológicos, sí: pero realmente esto son tramas secundarias, superficiales. La punta, cada vez más roma, del iceberg. Porque la pauta dramática de los capítulos es el biorritmo de la ministra: la ignición corporal, el congelamiento de la actividad sexual (transitorio cabe pensar; puede que en una siguiente etapa física, unida a un nuevo destino político y a una nueva temporada de la serie, vuelva a arder ese fuego), el sudor incontrolable, las irregularidades menstruales. Mientras que en el paisaje exterior, desde la profundidad helada, está a punto de surgir un flujo petrolífero, torrencial. Lo que mantiene a Nyborg en esta temporada crítica, a varios estratos por debajo de la lucha política y de su cartera de Asuntos Exteriores, es un asunto muy interior, un ensimismamiento íntimo, que la enclava contemplando a través de la ventana: contempla Copenhague o Groenlandia, o al espectador. Pero la extensión que realmente le ocupa y donde tiene que improvisar estrategias –y hasta mudas de recambio– es ella misma. El campo de batalla es ella misma, en una nueva etapa –al igual que la propia serie– como mujer; en lo ginecológico, en lo doméstico y en lo político. Una mujer de espaldas en la ventana, generalmente vestida de oscuro, es la figura de estilo de este Borgen. Reino, poder y gloria. Es, en las artes visuales, un motivo clásico, particularmente femenino, el de la mujer delante del mirador. Jordi Balló lo cataloga como una imagen del silencio, de la ausencia, del amor perdido, del encarcelamiento, de la llamada de lo desconocido, pero también de la superación. Y cuando no mira o nos mira, Nyborg, extraordinaria creación de Sidse Babett Knudsen –actriz solidaria en edad con el personaje–, camina, componiendo una figura que Babett Knudsen ha hecho inconfundible: un chasis perfecto articulado con un moño que le vemos anudar con la habilidad de una prestidigitadora, un abrigo Ulster de color Camel, tacones de aguja, el bolso que la equilibra. Y un juego de blusa y pantalón por lo general oscuro. Un punto enlutado, diría yo. En muchos planos, Nyborg me recuerda a la Vienna de Johny Guitar. Bajo la coreografía ejecutiva de los pasos de la ministra danesa, hay una reflexión peripatética y grave, que se lee en los ojos de la actriz. ¿Qué hacer de ahora en adelante? ¿Cómo van a fluir las cosas a partir de ahora, sangre, ideas? ¿Cómo ser fiel a la mujer que era antes? ¿Cuál habrá de ser la gestión de todo lo que circula por fuera y por dentro? ¿Cuándo y cómo dimitir de qué cosas? ¿Cuál es el tope de transformación o cambio, biológico e ideológico? En esta tesitura, el viejo contencioso, la tensión que mantiene Nyborg con la que fuera su antigua colaboradora en los tiempos de Primera Ministra del país, la periodista Katrine Fønsmark, se verá resumida en una frase que le espeta, nada más verla, reconociendo en el rostro de Katrine un proceso anterior de caída en desgracia, ya vivido por ella anteriormente. Pero no se trata de una frase de reproche o argumentativa. Nyborg, al ver a Katrine agobiada le dice, con comprensión e incluso afecto, de mujer a mujer: aún te faltan diez años para tener esos sofocos. Esos plazos son soberanos. Superan el reino, el poder y la gloria. En uno de los episodios, un barco ruso se adentra en aguas danesas. Y este viernes ha sucedido: una corbeta rusa ha bordeado la Isla de Christiansoe, en el Báltico. Algo se derrite en Dinamarca.
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