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El otro día falleció un chaval de veinte años, de una convulsión, mientras dormía. Leo que tenía más de ocho millones de 'seguidores', de los famosos followers: tu fondo norte, en las gradas, en las redes, en las redes de las gradas. Algunos países no ... tienen ocho millones de habitantes. Y que la fotografía de su último 'perfil' -como se denomina en la vida 'in móvil' tu identidad exprés, tu lado bueno o tuneado- había conseguido más de un millón y medio de 'me gusta'. El like famoso; ese pláceme, exprés también, que te otorgan automáticamente y que el agraciado se cuelga como una ratificación; como una dosis de autoestima, que en cantidades tan altas -millón y medio de likes- es una sobredosis. Es una pasada de 'gustar'. Me impresiona la desaparición de este muchacho después de tan abultada y precoz visibilidad. Se llamaba -yo no había oído hablar de él- Cameron Boyce, perdónenme la ignorancia los millennial, o post-milennial. Y había sido un adolescente del Canal Disney, lo que sea ya Disney, vaya, que yo me quedé en El libro de la selva. Yo era, sí, seguidor de Mowgli y de Baloo. Más que un adolescente debía ser Boyce: de 'ídolo' adolescente lo cataloga la prensa. Hablamos de una suerte de deidad.
Todo este baño global de seguimiento y aprobación no ha sido causa de la convulsión que le ha conducido a la muerte, fue una enfermedad, aunque la popularidad en ese grado de pureza es, como se sabe, un droga dura. Pero sí me pregunto a qué tipo de imagen de uno mismo, de consideración de uno mismo, te arrastra ese volumen de simpatía sideral, tan temprana. Cuando te levantas, siendo casi un niño, a desayunar, y alguien te dice: hoy tienes ocho millones de seguidores y millón y medio de likes. Y tus acciones en bolsa, infantiles, pero acciones, han cotizado esta madrugada al alza. ¿Qué haces? ¿Quién te crees que eres? ¿Qué supones que es que te 'sigan', que les 'gustes'? El existencialismo, de esta manera, ha saltado al hiperespacio. Está pulverizado. Y todo esto me parece -saliendo ya del caso de Boyce- perfectamente ingestionable (que no se puede ni ingerir ni gestionar) y conducente a un tipo de vacío sin precedentes en el perímetro de una biografía y de una conciencia. Que no hay ídolo que lo aguante. Y no hace falta llegar al extremo de un wonder boy: cualquier crío o cría se levanta hoy cada mañana para ver en qué grado ha aumentado su diámetro de influencia mientras dormía.
La antigua adolescencia -que mi generación no supimos nunca que habíamos atravesado oficialmente, porque entonces no estaba todavía tipificado ni rentabilizado ese tramo del pavo y el espejo- se ha visto perfeccionada por la 'movilescencia', que es un término que me acabo de inventar, sin pretensiones. Adolescencia + móvil= movilescencia. Sin duda, el artefacto del móvil -así, expedido universalmente, «con ligereza» juzgan los psicólogos, tutores y policía- se ha convertido en la aplicación perfecta para sumir al hasta hoy simple adolescente en lo más abisal y aislado de sus tribulaciones, fabricándole una burbuja que convierte el mundo exterior en prescindible cuando no despreciable. Es el reducto ideal de su ensimismamiento, y lo que sucede fuera es hostil, viejuno, el Estado familiar. Y supone la adolescencia a perpetuidad. Claro que esa burbuja tiene, como planeta individual que es, un lado oscuro, como los monstruos del Id de El planeta prohibido, que eran monstruos de la Identidad.
Y no otra cosa que la identidad es el monstruo interior con el que pelean los adolescentes, ahora ingresados en la lógica del móvil, que no es un escudo, sino el mismísimo campo (y el espejo) de batalla. Tan oscuro, que se te pueden comer en los años de salir a la vida (ciberacoso, ciber bullying): no te sigo, no me gustas, te voy a matar. Adolescentes que aniquilan anímica, psicológicamente a otros adolescentes. El País contaba este lunes -un caso, uno más, de abandono escolar a los diecisiete años por amenazas de muerte en las redes sociales- que el 92% de los niños de catorce años tienen su móvil. Sucede que el aparato funciona, es inteligente, smart, lo que se quiera, pero el sistema alrededor acusa agujeros gusano y zonas fuera de control, personal, familiar, oficial. Recordaba el articulista -y esto es muy gráfico del cambio de coordenadas- que el móvil es ahora el regalo de primera comunión, como antes el reloj. Y pienso que así como el reloj le anunciaba al comulgante que el tiempo iba empezar a correr para él -un tiempo ordinario, reconocible, el que había regido en la vida de padres y adultos, el tiempo de siempre- la entrega del móvil anuncia ahora el ingreso en el circuito y laberinto de un tiempo remasterizado e incógnito. Movilescente.
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