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Lo miremos como lo miremos, morirse es una putada. Una putada inevitable, en fin, la única cosa desafortunada que tiene esto de ser una especie autoconsciente. Y es una putada exigente, porque además de a vivir una vida lo más honrosa posible, uno también aspira ... a morirse decentemente. A morirse bien.
Vivimos estos días en las españas otra edición del debate sobre la eutanasia. Y lo hacemos, como es habitual, con una dosis de hipocresía, otra dosis de cinismo y una chispa de espectáculo teatral barato. Así ha sido siempre que los españoles nos hemos ido dando derechos, desde el ya lejano divorcio al más cercano matrimonio homosexual. Como siempre pasa, los sectores más ultramontanos tienden a montar una de indios llena de fuegos artificiales y de argumentos sin media ostia, para luego utilizar esos derechos, adquiridos pese a ellos, con toda la naturalidad del mundo. Pero en fin.
La eutanasia es una de esas cosas hipócritas. No veo nada más humano que poder tomar la decisión de cómo quiere uno sus horas últimas. Ni tampoco voy a ser yo quien le exija a Ramón Sampedro vivir décadas atado a una cama. No hay nada que impida aprobar una buena ley de eutanasia y, a la vez, desarrollar los muy necesarios (y algo olvidados, diría) cuidados paliativos.
Creo que uno, al menos, debería ser capaz de tener una opción cuando llega el momento. Ser capaz de decidir cuando sólo queda una decisión que tomar.
No hay nada más humano.
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