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Prácticamente ningún humano vivo que haya sido modelo o ejemplo durante una etapa de su vida resiste indemne el paso del tiempo. Por definición, el ser humano es falible, se equivoca y mete la pata. Ninguno estamos a salvo. Pero claro, cuando el escrutinio es ... público y constante, ese riesgo aumenta exponencialmente.
En el caso del rey emérito, llueve sobre mojado. Don Juan Carlos se ha esmerado en los últimos años por generar polémica a través de dudosos gestos, comportamientos poco estéticos y conductas nada edificantes. Al menos, es lo que parece porque aún, que se sepa, no hay una causa judicial abierta contra él o sus actos.
Es cierto que cuesta trabajo defender al personaje cuando, por iniciativa de no sé bien quién (me da igual Gobierno, Casa Real o propia), ha tomado las de Villadiego para «estar tranquilo», según dicen. Salir huyendo es síntoma de culpabilidad, o al menos de turbios manejos. Creo que la salida de España del rey emérito deja muy tocada a la institución que ahora encabeza su hijo Felipe, da alas a quienes buscan excusas para derribar un sistema que, pese a sus ajustes, funciona bien y lanza demasiados dardos a la línea de flotación del país, en un momento en el que la estabilidad debería ser prioritaria para afrontar el rebrote de la pandemia. Eso, sin mentar que todo esto difumina sin contemplaciones el trascendental papel de la Corona en la convulsa Transición. Y sin una sola prueba ni investigación judicial que sustente esta marejada. De momento, al menos.
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