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El ruido se define como un sonido excesivo, molesto o desagradable. Y el escape libre del descerebrado, el berreo nocturno del lactante o el taladro dominical del vecino ejemplifican cuan desagradable puede resultar. Haría falta ser muy burro para considerar «sonido inarticulado, sin ritmo ni ... armonía y confuso», o sea ruido, el Ave verum corpus de Mozart, por ejemplo. Pero hay otro concepto más exigente desde el punto de vista de la convivencia: ruido es cualquier sonido que no se desea escuchar. Así entendido, incluso esta sublime página musical puede percibirse como tal si vulnera nuestro derecho al descanso o simplemente a permanecer en silencio.
El ruido se mide en decibelios y no se recomienda exponerse a más de los 55 que genera una conversación entre dos personas (noruegas, claro). Un aspirador produce unos 70, el tráfico denso 80-85, una sierra eléctrica 95, una traca de petardos 110 y un concierto de rock, 120. Ahora instale en su teléfono una aplicación que mida decibelios y hágalo en esa discoteca, ese bar o ese restaurante donde resulta imposible mantener una conversación bajo el estruendo de los bafles o entre un griterío de los comensales que supera los 100 dB.
Dirán que allá cada cual cuando se adentra en esos sitios o utilice los auriculares a tope. Pero ha llegado el verano y los mismos que se manifestarían contra la contaminación oceánica, fluvial o atmosférica se dedican a propagar otra agresión medioambiental tan nociva para su salud, aunque no huela mal ni afee el paisaje: la acústica. Es tiempo de vida al aire libre y eso significa jolgorio, bullicio y música a toda pastilla pero sobre todo por la noche, en terrazas urbanas y saraos privados u organizados por instituciones, centros 'educativos' y ayuntamientos en forma de verbenas audibles a kilómetros hasta el amanecer, fiestecitas de urbanizaciones o campamentos de chavales vociferando hasta las tantas.
Un individuo tan quejicoso y aprensivo como el español solo puede soportar niveles acústicos dañinos sin protestar porque ignora que, además de una molestia y una incívica falta de respeto, el ruido es una enfermedad. La posibilidad de lesión auditiva aparece a los 85 dB y por encima de 115 el daño es seguro. Además, el ruido aumenta el riesgo de enfermedad cardiovascular, ocasiona ansiedad, irritación y trastornos del sueño, disminuye las capacidades cognitivas y potencia enfermedades como la diabetes. La Agencia Europea del Medio Ambiente estima que causa 16.600 muertes prematuras cada año, muchas de ellas en el país más ruidoso del continente. El ruido, en fin, es una grave cuestión de salud pública que a nadie parece preocupar. Se me ocurre que denominarlo «violencia de tímpano» quizás ayudaría a concienciar del problema a esta sociedad tan sensible, eso sí, al eslogan papanatas.
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