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Una moción de censura es algo muy serio. Lo es siempre, pero más si ocurre en un pueblo pequeño, como son casi todos los de La Rioja.
Porque una moción de censura en, digamos, España, cabrea a los incondicionales pero a pocos más. Pero una ... moción de éstas en un pueblo es más peligrosa. Porque acaba obligando a los vecinos a ponerse de un lado o de otro, agrava heridas antiguas, crea algunas nuevas y genera, en fin, un afán revanchista. «Ya verás, ya, en cuanto podamos».
Pese a todo, una moción de censura es un mecanismo democrático, previsto en nuestra legislación para casos graves. Pero sus implicaciones en la vida diaria de los vecinos de un sitio pequeño no deben desdeñarse, y por eso hay que usarla con mesura.
La Rioja ha vivido ya dos mociones de censura en lo que vamos de legislatura, y eso es algo profundamente anormal, porque apenas han pasado cien días de la misma. La primera llegó en Tricio apenas siete semanas tras la toma de posesión del nuevo alcalde, entre acusaciones tan graves que deberían haber puesto en marcha a la Fiscalía en el minuto dos. No ha habido noticias de que tal cosa haya ocurrido, pero uno nunca sabe.
Y ahora, a los tres meses y pico, cae Santo Domingo. De nuevo, los argumentos de los nuevos munícipes son débiles, como no puede ser de otra manera con tan poco tiempo. Básicamente, al nuevo alcalde no le ha dado tiempo a hacer prácticamente nada, ni bueno ni malo. Y de nuevo, a uno le queda la fea sensación de que en la política de pueblo los partidos repiten la misma idea principal que ven una y otra vez a sus mayores: lo importante es el sillón, el qué hacer con él es secundario.
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