Mirando al suelo

Ese suelo, «una guarrada» –como le dijo una vecina a Javier Campos– puede resultar interesante para los que vamos caminando ensimismados. Yo ando siempre por la calle metido en mis cosas, admirando los saltitos que hacen los gorriones por los charcos o formando palabras con las tres letras de las matrículas, y encontrar un tramo de pavimento con manchas gigantescas y cambiantes como una versión urbana del Test de Rorscharch puede ser un gran entretenimiento. Esto igual hay que proponerlo para el próximo Concéntrico, además podría atraer visitas, que hay turistas para todo como vimos en Borja después de que la señora Cecilia tuviera la feliz idea de restaurar su Ecce Homo.

En el sofá de mi piso de estudiantes había una colección de pegotes de comida, ronchas aceitosas y quemazos de cigarro que fue adquiriendo con el tiempo cierta dimensión artística. Yo miraba el sofá y veía la superficie de algún planeta azotado por asteroides, con cráteres y mares enigmáticos, y es normal porque durante esos años salvajes andábamos un poco en la Luna. Algunas manchas han sido máquinas de hacer dinero como las de Bélmez, donde el revuelo fue tan grande que el Ministro de Gobernación envió a un equipo liderado por un parapsicólogo a ver qué pasaba. «Nosotros volvimos convencidos de que todo era un pequeño fraude», se lee en aquellas crónicas entre cuyas líneas brota cierta decepción tras el encuentro con el misterio. Una de las manchas más famosas era la de Gorbachov que yo veía de niño en la tele y no sabía relacionar con ninguna forma conocida. Ahora la he buscado en Google y se aprecia claramente la costa este americana con la península de Florida y unas islitas al sur. No sé cómo no he podido distinguirlo antes, estas cosas te las da la madurez.