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Era el momento decisivo de la jornada en la piscina. Y uno de los del verano infantil. El momento de máxima exposición. Cuando te disponías a demostrar que eras capaz de saltar al agua tú solito, donde más cubría, y al grito de «¡Mira cómo ... me tiro!», dirigido a tus padres, que desde las sillas de lona no te quitaban ojo, cogías carrerilla, atravesabas las aguas procelosas del lavapiés y justo en el límite, al borde de la piscina, te impulsabas hacia arriba apretando el culo y abriendo los ojos –yo, incluso con gafas, no de bucear sino de óptica– y tras unas décimas de segundo que parecían una eternidad quedabas suspendido en el aire hasta que, después de volver a intentar recuperar, por un miedo súbito y el cese del ataque de valentía, el eje de mirada de tus padres, una vez que ya no había marcha atrás y la caída era inminente, pero recuperarlo era imposible porque ya habías perdido el equilibrio y, en fin, ya te encontrabas solo tú allí arriba, en la perpendicular sobre el estanque azul, con el bañador inflándose como un paracaídas, entonces, en ese trance, o bien a) haciendo «el bomba», b) haciendo «el gamba», c) de bruces o d) como cayeras, impactabas contra el agua hasta sumergirte un par de metros en medio de un chorro de hidromasaje, a una profundidad en la que a través del eco de la música de la megafonía exterior te llegaba Adamo cantando como si hiciera gárgaras, y el mundo se quedaba sordo, no se oía más que la respiración de un batiscafo, y no era raro que coincidieras en la inmersión con otro que como tú se había lanzado en plan misil y casi te torpedeaba o estuviera ya de vuelta, ascendiendo como Namor hacia la superficie. En mi caso, además, las gafas solían aparecer lejos de mí, como el pecio de un naufragio. Namor sí que era un súper héroe, de la flota de Márvel.
Namor nadaba en un mar en blanco y negro. Yo lo compraba en lo de Balmes, puerto seguro del tebeo. La madera gastada de sus mostradores parecía, por cierto, de una carabela. Pero nosotros, los alevines de la Sociedad Recreativa, a diferencia de Namor, éramos solo unos intrépidos, pero no los capitanes intrépidos de Kipling y de Spencer Tracy, sino las pescadillas, como el chaval, Freddie Bartholomew. Y teníamos red. Porque si te tirabas era porque tenías la seguridad de que la mirada de tus padres era el flotador, el salvavidas. Que con ellos mirándote, nunca te hundirías y siempre volverías a asomar la cabeza. De hecho, lo más emocionante de esta hazaña piscícola, en lo único en lo que pensabas cuando estabas boqueando en la sima de la piscina, era en ascender rápidamente para recuperar la mirada de tus padres y hallar su aplauso y su aprobación, tras lo que, de una forma humilde y familiar, había constituido una prueba iniciática. Y sin poder saberlo todavía, el ensayo de eso que en la edad adulta ya conoceremos –y practicamos a diario– por «tirarse a la piscina».
El arco de nuestras vidas bien se podría definir por estas dos pruebas de valor, entre las que media el tiempo y el cambio de curso de las aguas en que nadamos, muchas veces a contracorriente, como los salmones, con riesgo, lucha, sacrificio; eso que caracteriza los empeños humanos, guiados por una fuerza motriz que se alimenta, a partes iguales, de la necesidad, de la voluntad y del absurdo. Me pasa siempre, cuando el verano va acabando y el dinosaurio sigue aquí, que vuelvo a sentir ese instante indefinido de suspensión y vértigo del niño tirándose a la piscina, detenido unos segundos en el aire, con el agua profunda bajos sus pies, lo reconozco. Ese miedo. Comienza septiembre con todos los frentes abiertos y a medio gas (ruso) y vuelvo a contener la respiración, a punto de –como no puede ser de otra forma– tirarme, claro a la piscina de lo que venga. La diferencia es que ya no hay nadie en las sillas de lona, en el césped, vigilando tu resurgimiento. Pero la vida es este arrojo continuo. Así, que, si son tan amables, miren cómo me tiro.
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