La mascarilla afecta a dos funciones del rostro: impide leer en los labios pero facilita el hablar solo. Lo primero es un pena, porque –además de obturar un altavoz suplementario para quienes sufren problemas de audición– impide que hagamos primer plano sobre la boca de ... quien nos habla, anulando así la erótica de la locución, plena de labiales y bilabiales. Podemos incluso no estar escuchando lo que se nos dice, tener en off el sonido, pero seguir prendados del movimiento conjugado de labios, dientes, lengua y comisuras. Un movimiento rápido, sacádico, como el del globo ocular en las fases del sueño. Igual de hipnótico. La mascarilla tacha esta posibilidad como aquel viejo emoticono para defender la libertad de expresión cruzaba la máscara con un brochazo rojo a la altura de la boca. Samuel Beckett llegó a escribir una de sus piezas teatrales más extraordinarias solo para una boca, como único escenario. Una pieza celérica, imposible, dicha por una mujer entre los sesenta y setenta, monologando sobre el abandono y el trauma. Not, I, se titulaba; literalmente No, yo, pero significa más cosas, claro, es Beckett. Lo han hecho Jessica Tandy o Julianne Moore. Sus bocas, vaya, acotadas por los focos. Leer en los labios te asegura, también, leer entre líneas. Es una expresividad compleja y expuesta. Su emisión se realiza desde un punto que constituye una terminal nerviosa total, encargada de subir o de bajar el telón que administra el discurso o su silencio. Gran libro de libro, los labios: librillos de la boca. Y lo segundo... hablar solo, o sola. Esto es otro cantar. En pocas ocasiones te puedes sentir más pillado que cuando te pillan hablando solo. O peor: te pillas tú a ti mismo. O aún peor: tu pareja. Por los pasillos de tu casa o del trabajo, o por la calle. Mientras realizas cualquier actividad: haciendo la cama o yendo de un sitio a otro. Es de las cosas más inconfesables, el hablar solo. A la vez que más liberadoras, por escatológicas: una espita por donde sale lo que no dirías a nadie. Está considerado un pecado solitario, un tabú social –e individual– lo de hablar solo. Precisamente el que te vean moviendo los labios, como el muñeco de un ventrílocuo sin ventrílocuo. Pero funciona. Todo no lo puedes pensar, o rumiar, o decir o preguntártelo 'en abierto'. No hay porque renunciar en algunos momentos a ser tu propio interlocutor. Y es una forma discreta, no pública, de otorgarte continuamente la razón. Porque –reconozcámoslo– uno habla solo sobre todo para darse la razón. Fuera de ese círculo privado, todo el mundo está ahí esperando para quitártela en cuanto abras la boca. Pero el ratito ése de monologar solo, que te sale así, espontáneo, sabe rico. Te reafirma. O te haces esa ilusión, lo que no es poco. Yo he conocido a grandes habladores y habladoras en soledad. El desahogarse para sí era su principal sistema de comunicación. Estaban hechos a una dinámica. El moverse iba ligado a hablar solo. Como si activaran un motor, destilaban ideas, despachaban con sus pensamientos. También el escribir, por cierto, tiene una parte de hablar solo. Al menos de entrada. O miren al comisario Villarejo, pionero de la mascarilla; el run-run que se traía rebobinando en el forro quirúrgico de la cartera horas de conversación clasificada. Pues ahora la mascarilla va a permitirnos el libre ejercicio del hablar solo. Nadie verá que lo estamos haciendo. En cualquier momento o lugar. Es más, cuando hablas solo con mascarilla te oyes mejor. Es como una membrana de bafle. Sí es cierto que conviene luego extremar las medidas de higiene al quitártela, o usar mascarillas de las que puedes –previo lavado a 60º– reutilizar cinco veces. Tiene esta mascarilla la ventaja de que cuando vuelves a ponértela te permite retomar tu soliloquio en el punto en el que lo habías dejado. El otro día me lo confesaba un buen amigo: «tío, ¿sabes que ahora hablo solo?». Me lo decía entre el asombro y cierta alegría por haber descubierto a lo largo del confinamiento una nueva habilidad. Una especie de salir del armario en este sentido. Es normal, hablar solo se basa en el confinamiento crónico en el que mantenemos a una parte de nuestro yo o de nuestro 'No, yo'. Y el hablar solos pero protegidos por el escudo de la mascarilla supone otra ventaja: nos permite, a pie de calle, ser comentaristas incontinentes y deambular una crítica secreta de la vida.

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