Hoy es la noche de Halloween y yo ya llevo el disfraz puesto: si me tiro a la calle tal cual voy ahora mismo (sin una gota de maquillaje, despeinada, en mallas y con una camiseta vieja), doy un miedo cerval. Aunque otros dan más, ... y sin necesidad de vestirse de monstruo. Así estamos, acogotaítos perdidos, que ya no sabe uno por dónde le va a venir el susto, si por la izquierda o por la derecha, si por arriba o por abajo. El caso es que vamos con el canguelo metido en el cuerpo.

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De pequeña también tenía miedo, y lo combatía como podía: antes de meterme en la cama, cerraba la puerta del dormitorio para que los mengues no pudieran entrar y la del armario para que no pudieran salir, y dejaba encendida la lámpara de la mesilla de noche, y me tapaba hasta los ojos con la sábana aunque estuviéramos a treinta grados, y esperaba a que llegara el sueño repitiéndome «los monstruos no existen, los monstruos no existen» para infundirme coraje. Todavía me lo infundo. Y, a veces, hasta me lo transfundo: de madrugada me acerco a mi santo, mucho más valiente que yo, y se lo robo mientras duerme.

Con los años, a aquel viejo miedo que se me clavaba en la garganta se le han ido añadiendo otros nuevos: a las miradas reprobatorias, a los silencios que se convierten en tumores y acaban comiéndome por dentro, a la resignación propia y ajena, a la pérdida de la curiosidad, a la pérdida de facultades, a la pérdida de las palabras, a la pérdida de los que quiero. Al futuro: al mío, al de ellos. Porque ahora sé que los monstruos existen; los he visto. Por eso me sigo tapando hasta los ojos y cerrando la puerta del armario.

Apago la luz, eso sí: la factura de la electricidad es más terrorífica que los mengues.

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